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Miércoles 01 de julio 2009

LA COMETA DE AVIÓN

Una experiencia con una cometa.
Miércoles 01 de julio 2009
LA COMETA DE AVIÓN

Cuando éramos chicos, nuestro abuelo solía llevarnos a mi primo Pepelucho y a mí al parque al final de la avenida Brasil en Magdalena, justo donde empieza la avenida del Ejército. Al centro había una pileta que nunca funcionaba y veredas de mayólicas blancas con ondas negras. Estaba muy cerca de los acantilados y sería por eso que el viento era fuerte por las tardes: ideal para volar cometa. El parque era pequeño pero muy concurrido. Iban niños en bicicleta a pasear mientras sus mamás conversaban muy animadamente sentadas en las bancas. También iban jóvenes parejas que tomados de las manos miraban el sol convertirse en naranja, descolgándose de nuestra parte de cielo para llevar su luz a la otra mitad de la tierra.

 

Una tarde, nuestro tío Pepe le trajo a Pepelucho una cometa en forma de avión. Era más alta que nosotros por al menos una cuarta. Las cañas con que estaba hecha eran delgadas pero fuertes, sus juntas estaban bien amarradas y el papel relucía con colores deslumbrantes: rojo, amarillo, azul y verde. Sus flecos se movían impacientes, aún estando en tierra, desesperados por salir a conquistar el cielo, anunciando sus intenciones de fuga abiertamente.

 

La llevamos al parque con el tío Pepe y el abuelo. La cometa ganó altura sin problemas, pidiendo más pabilo, exigiendo más altura, alcanzando a las aves. Pero era muy difícil de controlar: peleaba por liberarse de nuestras manos, quería emanciparse, deshacerse de nuestro poder, independizarse, ser un pájaro de caña y papel. Luchó tanto que nuestras manos ardían por el roce del pabilo, pero el abuelo tuvo una idea para descansar de la insolencia de la cometa: amarramos el pabilo a una toma de agua de bomberos en una esquina del parque. Era un hidrante rojo, un poco oxidado y prácticamente inservible. Había estado en esa esquina desde siempre pero nadie había notado su existencia hasta que al abuelo se le ocurrió usarlo.

 

Nos sentamos en una banca cercana, felices observando la cometa a los lejos, un punto multicolor en el cielo gris de agosto, alegrando la tarde, haciéndonos sonreír en los labios y el corazón. El abuelo veía la cometa con atención, quizás sabiendo que años después sus ojos se negarían a darle paso a la luz y los colores sólo serían un recuerdo en su memoria. A su lado el tío Pepe parecía recordar su niñez en Pisco y más allá Pepelucho era el más feliz admirando su cometa vencer la gravedad.

 

En eso estábamos cuando el viento arreció inesperadamente, la cometa reinició su lucha por ser libre jalando el pabilo, estirándolo y zamaqueándose con un ritmo frenético, como si la cometa se hubiera vuelto loca, como si pertenecer a la tierra fuera su perdición. Su lucha dio resultados. El pabilo no resistió más y se rompió. La sorpresa vistió nuestras caras y las expresiones de placer y relajamiento pasaron a ser de horror y desesperación. El cabo de pabilo que se había soltado pasó frente a nosotros a toda velocidad buscando su destino. Saltamos de nuestros asientos, ¡agárralo! ¡agárralo!, y corriendo tras el pabilo que se escabullía por entre las plantas y flores del parque, luego por la vereda y finalmente por la pista. En un par de oportunidades estuvo el tío Pepe a punto de pisar el pabilo pero este lo evadió burlonamente esfumándose antes de que su zapato lo apresara.

 

Nos quedamos los cuatro parados en una esquina del parquecito viendo la silueta multicolor de la cometa perfilarse contra los algodones blancuzcos del cielo, coqueteando con las aves, bailando al ritmo de su libertad. La cometa de avión se fue buscando su destino por los aires brumosos de Magdalena, haciéndose residente del cielo de esa lejana tarde de agosto. Al fondo la cúpula de la iglesia del colegio Claretiano presidía el paisaje como mudo testigo de la liberación de la cometa de avión.

 

Lo último que vimos de ella fueron sus flecos de colores aleteando al viento.

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