No es ya un secreto ni el silencio de la inocencia que algunos de los que rezan y se arrodillan ante la cruz abusan de los más pequeños, impunemente.
Durante décadas, centenares, acaso miles de niños irlandeses padecieron el abuso sexual de los curas. En las iglesias más remotas del mundo puede haber ahora mismo un niño llorando por culpa de un sacerdote maldito.
En todas partes del mundo los niños están en peligro de ser víctimas de sacerdotes pedófilos, tanto que si la iglesia no toma medidas, en el mediano plazo, la gente golpeará a los sacerdotes que se atrevan a salir a la calle. Si no se hace algo, el cura del barrio será señalado como un pervertido, como el mal bicho que dice amén.
En el país también hay joyitas que rezan, que se acuestan con las domésticas de la parroquia, que le hacen un hijo a la monja y la hacen abortar, que tienen hijos con catequistas inocentes que se muerden la lengua y no acusan, que mancillan infantes de quienes se supone son guías morales.
Ante tanto escándalo, desde el centro mismo donde manda el Papa, El Vaticano, los obispos han recibido la orden de extremar el cuidado en la selección y formación de sacerdotes para evitar abusos sexuales contra los más pequeños. Pero los abusos no sólo son contra ellos, la iglesia se queda corta.
Hacen falta tantas cosas para que la gente vuelva a la iglesia a buscar a Dios, para que la gente vuelva a decir: yo soy católico. La gente está harta de ir a la iglesia para escuchar las sandeces de Cipriani contra la repartición de condones.
La prueba de que la iglesia está fregada es que Cipriani manda. ¿Puede alguien suficientemente serio defender al cardenal que agarra a patada verbal al ministro de salud porque ordenó repartir preservativos a fin de evitar enfermedades? Esta vez el despropósito es tan monumental, que ni Rey lo ha defendido.