Vemos cada día a través de los noticieros cómo se despachan en promesas los candidatos presidenciales sin respeto alguno por la palabra que empeñan, por ejemplo Toledo ofrece duplicar el sueldo mínimo, y de pronto la hija del condenado Fujimori supera la oferta afirmando que lo triplicará. Todo ese discurso coprológico diseñado por expertos en marketing y publicidad va reforzado por las opiniones y comentarios de los periodistas, tal vez también financiados como los futuros congresistas cuyas campañas están siendo subvencionadas por empresas mineras y consorcios, amén de traficantes de drogas como el caso de la candidata Keiko Fujimori, quien con todo desparpajo afirmó haber recibido 10 mil dólares de una conocida familia de traficantes.
A continuación unas reflexiones sobre la palabra, del filósofo y escritor Eduardo Galeano.
La palabra y la historia
En 1532, el conquistador Pizarro metió preso al Inca Atahualpa, en Cajamarca. Pizarro le prometió la libertad, si el Inca llenaba de oro una gran habitación. El oro llegó, desde los cuatro caminos del imperio, y cubrió la habitación hasta el techo. Pizarro mandó matar al prisionero.
Desde antes, desde que las primeras carabelas aparecieron en el horizonte, hasta nuestros días, la historia de las Américas es una historia de la traición a la palabra: promesas rotas, pactos negados, documentos firmados y olvidados, engaños, emboscadas. “Te doy mi palabra”, se sigue diciendo, pero pocos son los que dan, con la palabra, algo más que nada.
¿No habrá que aprender, como en tantas otras cosas, de los perdedores? Los primeros habitantes de las Américas, derrotados por la pólvora, por los virus y las bacterias y también por la mentira, compartían la certeza de que la palabra es sagrada, y muchos de los sobrevivientes lo creen todavía:
Dicen que nosotros no tenemos grandes monumentos –dice un indígena mapuche, al sur de Chile–. Para nosotros, la palabra sigue siendo el gran monumento. En lengua guaraní, ñe’e significa “alma”, y también significa “palabra”:
–La palabra vale –dice un indígena avá-guaraní, en el Paraguay– porque es nuestra alma. No necesitamos ponerla en un papel, para que nos crean.
Las culturas americanas más americanas de todas fueron descalificadas, desde el pique, como ignorancias. En su mayoría, no tenían escritura. La Ilíada y La Odisea, las obras fundadoras de eso que llaman cultura occidental, también habían sido creadas por una sociedad sin escritura, y sus palabras vuelan cada día mejor. Oral o escrita, la palabra puede ser instrumento del poder o puente de encuentro. La descalificación tenía, y sigue teniendo, otro motivo mucho más realista: estamos entrenados para escuchar y para repetir las voces del éxito.
Por hablar de las voces del éxito, vale la pena mencionar la importancia que la palabra, una sola palabra, ha tenido durante el reciente proceso contra los militares que ejecutaron la matanza contra la comunidad indígena de Xamán, en Guatemala. La carnicería ocurrió en 1995, ya en el período que llaman democrático, y había una montaña de pruebas que condenaban a los asesinos; pero el asunto quedó en agua de borrajas. La secretaria que transcribió el auto de procesamiento había cometido un error de ortografía en la calificación penal: “Ejecusión extrajudicial”, escribió. Los abogados del ejército sostuvieron que ese delito, escrito así, ejecusión, no existe. El fiscal protestó: fue amenazado de muerte y marchó al exilio.
La palabra y el crimen
En 1955, la American Psychiatric Association publicó un informe sobre la patología criminal. ¿Cuál es, según los expertos, el rasgo más típico de los delincuentes habituales? La inclinación a la mentira. Así, queriendo retratar al hampón característico, los psiquiatras norteamericanos dibujaron el perfecto identikit de los hombres más poderosos del mundo.
En otro informe, publicado medio siglo antes, la misma asociación de psiquiatras había diagnosticado que los delincuentes habituales mostraban “una crónica incapacidad para aprender de la experiencia”. Ahora, a la vista está: los ladrones de gallinas y los navajeros de suburbios aprenden de la exitosa experiencia de los reyes del dinero, de la política y de la guerra. Allá arriba, en las cumbres, “la inclinación a la mentira” es tradición milenaria y costumbre cotidiana. Y desde la cúspide social se irradia esta lección universal: Quien no miente, está frito.
Eduardo Galeano