En un país como Reino Unido donde la vieja tradición democrática de su sistema lo ha vuelto predecible, señorial y, en especial, una eterna lucha de dos grandes partidos –tories vs. whigs en siglo XVIII, tories vs. liberales en el XIX, tories vs. laboristas en el XX– la irrupción de Nick Clegg supone un acontecimiento histórico.
Clegg es el líder del Partido Liberal-Demócrata y en las últimas semanas ha pasado de ser un completo desconocido –solo uno de tres británicos lo reconocía– a una estrella mediática que es comparado exageradamente con Sir Winston Churchill y Barack Obama.
Tras un espectacular performance en un primer debate televisivo el pasado 16 de abril, Clegg logró que su agrupación subiera nada menos que 15 puntos y disputara el primer lugar de los sondeos a los eternos protagonistas de la política británica: los conservadores y los laboristas.
Ya no se trataba, entonces, de un aburrido affaire entre dos, sino de un tentador ménage à trois que ha revolucionado las elecciones y pone en peligro el tradicional bipartidismo del Reino Unido, concebido para favorecer mayorías absolutas y gobiernos fuertes.
“Existe una fluidez en estas elecciones que no hemos visto quizá en ninguna generación. No puedo predecir lo que va a suceder. Todo lo que sé es que las antiguas anclas, los antiguos patrones, las rutinas establecidas hace tiempo, están derrumbándose”, dijo un entusiasta Clegg a la cadena BBC.
Las razones de su éxito han sido muchas y se han potencializado al sumarse los errores de sus contrincantes –David Cameron y Gordon Brown– pero podríamos resumirlas de la siguiente manera:
La salvación de un país. Las cosas no andan bien en Reino Unido. La crisis económica mundial ha golpeado a la potencia europea y ha dejado las cuentas en números rojos, a niveles no vistos desde la Segunda Guerra Mundial. Mientras, la corrupción brota como pus en Parlamento y el gobierno, con legisladores y ministros pagando las remodelaciones de sus casas y hasta los cortes de pelo de sus mascotas con dinero del Estado.
Clegg parece ser la carta de salvación, en especial para los jóvenes, hartos del desempleo y la corrupción provocada por los políticos tradicionales. “Él no es como los viejos tiburones”, dicen.
Un joven brillante. A sus 43 años, el curriculum vitae de Clegg es impresionante. Fue educado en las prestigiosas escuelas Caldicott (Buckinghamshire) y Westminster (Londres). Estudió arqueología y antropología en la Universidad de Cambridge y después logró una beca para estudiar en la Universidad de Minnesota durante un año, donde escribió una tesis sobre la filosofía política del movimiento de la ecología profunda.
Ha trabajado también como periodista, funcionario de la Unión Europea, eurodiputado, lo que lo convierte en el más europeísta de los candidatos, una cualidad extraña entre los políticos ingleses.
Además, es políglota. Habla fluidamente alemán, holandés, francés y un pulcro español, que haría sentir orgulloso al viejo Cervantes.
Carisma al estilo Obama. Esta es la primera vez en la historia del país que los candidatos aceptaron participar en una serie de debates televisivos y el resultado casi imitó las consecuencias logradas en ese primer encuentro en Estados Unidos en el que un joven y destemplado Kennedy superó a un fatigado y desaliñado Nixon en 1960, lo que le dio el pase a la Casa Blanca.
En el primer debate entre los tres candidatos, Clegg emergió de la oscuridad política y deslumbró al público mostrando una vitalidad y un carisma sin precedentes, mientras Brown y Cameron, más acartonados y atacándose entre ellos, se presentaron de forma tradicional.
Clegg, de pronto, hizo recordar el estilo Obama. Un dominio escénico total, excelente oratoria y una verdadera preocupación por el tema social. Habló de hacer renacer la esperanza en el país y dejar atrás las viejas prácticas partidistas, de unirse en torno a un ideal nacional de desarrollo y prosperidad.
Aunque el parecido es notable –y ello agrada a los nuevos electores– habría que recordar que entre Clegg y Obama hay varias cosas que los distancian. Entre ellas, que el presidente estadounidense tiene un origen humilde, su color de piel era un tabú en una sociedad que vivió una segregación racial hace menos de 50 años, y era el representante de uno de los dos grandes partidos norteamericanos: el Demócrata.
Clegg, en cambio, blanco como la leche, y líder de los liberal-demócratas –un partido que desde los años 20 dejó de ser alternativa en el poder y pasó a ser una minúscula tercera fuerza política– proviene de una familia emparentada con la añeja nobleza europea.
Su tatarabuelo fue el noble ruso Ignaty Zakrevsky, procurador general del Senado en la Rusia imperial, y su tía abuela fue la escritora y baronesa Moura Budberg. Su madre, por lo demás, es la multimillonaria holandesa Hermance van den Wall Bake.
Los desesperados laboristas han acusado a Clegg de ser un producto del dinero y un elitista insensible con viejas añoranzas por su pasado noble, y lo que es peor, ruso.
Sin embargo, Gordon Brown y su gente parecen olvidar el hecho de que su reina Isabel II, aquella a quien reverencian y besan la mano al saludar –mismo Papa–, también está emparentada con los Romanov, la familia imperial rusa asesinada por los bolcheviques en 1917.
Quienes conocen a Clegg aseguran que es un tipo asequible, para nada un snob millonario y superficial. Un líder nato que hace falta no ya en el Reino Unido sino en Europa y el mundo.
Veremos pues si el 6 de mayo Nick Clegg logra convertirse en la “nueva esperanza británica” y tomar el poder para bien –o para mal– en el tan ansiado número 10 del Downing Street.
MÁS DATOS:
- Entre las principales propuestas de los liberal-demócratas están la reforma del sistema electoral –de mayoría simple que favorece el bipartidismo–, regularizar la situación de 800,000 inmigrantes sin papeles, y profundizar la alianza con la Unión Europea.
- Si ninguno de los partidos obtiene una mayoría absoluta en las legislativas será necesario formar un gobierno de coalición, algo que no sucede desde 1974.