La actual crisis de seguridad en el Medio Oriente con dos gobiernos caídos –Túnez y Egipto– y otros más al filo de la navaja –Yemen, Bahréin, Jordania, Siria y Libia– ha puesto en vitrina mejor que en otras oportunidades la política exterior practicada por el presidente estadounidense Barack Obama.
Una política que, por cierto, ha dejado más deficiencias que logros y que no ha hecho del mundo un lugar más seguro ni pacífico como hace dos años prometió cuando llegó a la Casa Blanca.
Al tomar posesión, Obama prometió una nueva era en donde la Casa Blanca daría paso a una visión multilateralista en la que Estados Unidos “nunca más diría cómo se deben hacer las cosas en aras de un bien común”.
Pues bien, ha sido en las arenas movedizas del Medio Oriente en donde esa política de hablar con todos y consensuar ha mostrado su fracaso más escandaloso.
No solo porque las protestas cogieron a Obama y compañía en el Departamento de Estado completamente desprevenidos, sino también porque no han sabido darle una respuesta coherente, unificada, moral, respecto a la falta de democracia en la región.
Con Túnez fue un mutismo total que algunos interpretaron como la falta de interés de Washington en un país casi intrascendente en la realidad africana. Lo que no vio era que la crisis que degeneró en la salida del presidente Ben Alí daría paso a una tormenta popular inédita en la región.
Luego surgió Egipto. Obama, al principio, aseguraba que Hosni Mubarak era un gran aliado de la Casa Blanca –y vaya que lo era– pero a medida que el clamor popular crecía, así lo hacían las dudas respecto al viejo rais.
De la noche a la mañana, Obama obvió las tres décadas que el líder egipcio dio a la estabilidad de la región como garante de la paz con Israel y patrocinador de las negociaciones y lo envió de frente al retiro al cambiarlo por la cúpula militar que hoy gobierna el país de los antiguos faraones.
Mientras en Israel, el aliado más fuerte e importante que tiene Estados Unidos en la región, las cosas no han salido de color de rosa. Desde que llegó al poder, Obama ha mostrado poca simpatía con el primer ministro Benjamín Netanyahu y se entercó con el Estado judío para que congelara los asentamientos en Jerusalén este y Cisjordania.
Obama lo habría hecho en un gesto hacia los palestinos y para demostrar que su administración no estaba cien por ciento a favor de los israelíes. El presidente estadounidense, sin embargo, entrampó más el diálogo al darle poder de veto a un asunto que en anteriores negociaciones nunca fue una condición primordial para comenzar a negociar.
Ahora, en Libia, la administración Obama se ha mantenido a prudente distancia aunque siempre condenó el uso de la fuerza respecto a la población inocente.
Su secretario de Defensa, Robert Gates, rechazó la idea de una zona de exclusión aérea porque implicaría ataques pero después –como ha sido una constante– cambió de parecer al involucrarse otros países como Gran Bretaña y Francia, que fueron los que patrocinaron la resolución 1973 en el Consejo de Seguridad.
A más de una semana de ataques, Obama ha pulsado por darle la responsabilidad militar de los bombardeos de la OTAN, algo que ha logrado este fin de semana, y así Estados Unidos pasa a un segundo plano.
A la luz de estos acontecimientos uno puede preguntarse ¿qué puede estar pasando por la cabeza de Obama ante tanta vacilación diplomática?, ¿considera, acaso, que Washington ya no tiene que meter sus manos en Medio Oriente, una región que es primordial para sus intereses energéticos?, ¿realmente quiere un mundo multipolar pacífico?
La política exterior de Obama, es cierto, quiso desmarcarse del legado unilateral y pro militar de su antecesor George W. Bush que aisló a su país y lo hizo impopular en la comunidad internacional.
Pero esta posición progresista y multilateral tampoco parece convencer, pues el liderazgo estadounidense se ha visto sumido en el caos cuando lo que se buscaba era determinación y coraje en la defensa de valores universales como libertad y democracia.
Las guerras en Iraq y Afganistán, sin dudas, han frenado la iniciativa norteamericana en Medio Oriente, en donde el presidente teme que Washington sea visto como el eterno invasor.
Este “pasivo diplomático”, como lo llamó un periodista francés de Le Monde, hace que Obama no termine de saldar cuentas con el mundo y se sienta arrastrado por la culpa en materia de relaciones internacionales y frente a la aparición de otros liderazgos regionales como China, India o Rusia.
Además, está el hecho de que la crisis económica en el país no acabe de ser superada lo que frena de fondos frescos en caso haya emergencias como la de Libia.
“Washington tiene que caminar con mucho cuidado antes de verse sumergido en una nueva guerra”, dijo en el Congreso el secretario de Defensa Robert Gates.
“Con mucho cuidado”, estas tres palabras parecen definir bien la que podría llamarse “doctrina Obama”, que parece confundir la cautela con indecisión política.