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SENDERO LUMINOSO 30 AÑOS DESPUÉS

Para que la historia no se repita
El 17 de mayo se cumplieron 30 años del inicio de las acciones del grupo terrorista Sendero Luminoso. A pesar del tiempo transcurrido, si queremos que la historia no se repita, no debemos olvidar los sucesos de oscuridad y sangre que el Perú vivió durante dos décadas.
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SENDERO LUMINOSO 30 AÑOS DESPUÉS

(…) a lo largo de la guerra, mucha gente murió sin saber por qué la mataban; y mucha gente mató sin saber por qué lo hacía. Gustavo Gorriti.

La historia comenzó de manera silenciosa y sin que nadie se diera cuenta. Aquel 17 de mayo de 1980, un pequeño grupo de personas tomó por asalto la escuela donde se desarrollaban los comicios electorales en el pueblito remoto de Chuschi, en ese departamento olvidado de la sierra llamado Ayacucho (rincón de muertos, en quechua), y quemó las ánforas para luego retirarse lanzando vivas al inicio de la lucha armada.

¿Quiénes eran?, ¿qué querían? Nadie lo sabía. Nadie quiso saberlo. Al día siguiente, los diarios informaban de la vuelta al poder del arquitecto Fernando Belaunde tras 12 años de dictadura militar. El país respiraba aires de esperanza, a pesar de la crisis económica e institucional. Nadie quería leer malas noticias. Y menos si provenían de una aldea que nadie sabía dónde quedaba.

Nadie se imaginó lo que estaba por llegar. Nadie previó la aparición de Sendero Luminoso. Pero Sendero llegó, cargado de dinamita y Marxismo-Leninismo-Maoísmo. Y le fue suficiente para dar inicio al período más violento en la historia republicana del país.

Pronto comenzaron las primeras noticias. Pintas con la hoz y el martillo. Pintas dando vivas al PCP, a la lucha armada y al llamado presidente Gonzalo. Voladuras de torres de alta tensión. Puestos policiales atacados con el consiguiente robo de armamento y munición. Saqueo de dinamita en minas en lo más recóndito de la sierra. Los senderistas se armaban. ¿Para qué? Nadie lo sabía tampoco.

No fue sino hasta diciembre de 1982 (cuando los muertos de Sendero ya se contaban por cientos) que Belaunde reconoció que la Policía no se bastaba para contener a aquellos terroristas a los que alguna vez llamó abigeos. Entonces convocó a las Fuerzas Armadas. Con el ingreso de los militares a la zona de emergencia, comenzaba otro capítulo, donde el color de la sangre teñiría de rojo las blancas quebradas de la sierra. 

No obstante, igual que los policías, los militares no tenían idea de a quiénes se enfrentaban. No sabían qué era Sendero ni por qué luchaban sus integrantes. Ni su ideología ni su organización ni sus planes. Nada.

De manera que cuando capturaban a algún sospechoso trataban de obtener información como fuera: haciéndole preguntas, pero también torturándolo con lo que tenían a la mano como tinas de agua y sogas. Lo demás dependía del humor de los interrogadores. El problema era que ni siquiera sabían qué preguntar.

En enero de 1983 se produjo la tragedia. Ocho periodistas de Lima fueron asesinados por ronderos que los tomaron por terroristas al confundir sus cámaras fotográficas con armas. Lima y el mundo entero tomó conocimiento entonces de la existencia del misérrimo pueblito de Uchuraccay, en las alturas de Huanta.

Para entonces, Sendero peleaba ya no solo contra las fuerzas del orden, sino contra los propios campesinos por quienes decía luchar. ¿Por qué? Porque los campesinos, hartos de los constantes ataques de los terroristas, decidieron defenderse y llegaron a capturar y linchar a terroristas. ¿El resultado? Muertos. Más muertos.

A partir de entonces, las noticias de enfrentamientos y desapariciones se hicieron cosa de todos los días. Centenares de campesinos desarmados eran asesinados por las fuerzas del orden bajo la acusación de ser senderistas o colaboradores. Luego los enterraban con la esperanza de que nadie los descubriese nunca. Pero los muertos comenzaron a hablar cuando las primeras fosas fueron exhumadas.

Los senderistas contaban los muertos que dejaban a su paso por cientos. Las principales víctimas eran campesinos atrapados en el fuego cruzado. Campesinos pobrísimos que no tenían nada que ver en la guerra. Para terminar de empeorar las cosas, hizo su aparición una nueva agrupación terrorista, el MRTA, que aportó su propia cuota de sangre.

Los asesinatos selectivos a autoridades civiles inauguraban una nueva modalidad de socavar el orden democrático: allí donde no había autoridad, Sendero imponía la suya.

En Lima la gente se enteraba de estos acontecimientos en los diarios y le parecía que todo eso pasaba en otro país. Después de todo, para algunos quizás así era. Ni siquiera cuando los coches bomba y los apagones aumentaron de intensidad en la capital, los limeños tomaron conciencia real de la gravedad de los sucesos.

Mientras tanto, los detenidos se acumulaban en las cárceles. El Frontón fue reabierto para recibir a los procesados por terrorismo. En Lurigancho contaban con pabellones propios.

A alguien en el primer gobierno de Alan García –quien sucedió a Belaunde- se le ocurrió que asesinar a los presos senderistas podía ser una buena manera de restarle fuerzas a la agrupación. En junio de 1986 fueron ultimados más de 200 acusados por subversión en la llamada “matanza de los penales”. 

El atentado en la calle Tarata sirvió para que Lima percibiera lo cerca que podían estallarle las bombas. Pero, aunque sea trágico decirlo, en términos cuantitativos Sendero asesinó a más campesinos en cualquiera de sus incursiones en la sierra que en el mencionado atentado miraflorino.

En setiembre de 1992, el Grupo Especial de Inteligencia (GEIN) de la Policía, con el coronel Benedicto Jiménez a la cabeza, consiguió la captura del líder de Sendero, Abimael Guzmán. Sin embargo, el gobierno de Alberto Fujimori libró su propia lucha contrasubversiva de manera clandestina y brutal, con crímenes como Barrios Altos y La Cantuta, entre muchos otros.

Pero la guerra no ha terminado. Los ataques senderistas prosiguen. Hace pocas semanas, en el valle del Huallaga, un grupo de trabajadores del Corah (Proyecto Especial de Control y Reducción de los Cultivos de Coca en el Alto Huallaga), resguardados por agentes de la División de Operaciones Especiales de la zona, fueron emboscados por senderistas mientras realizaban labores de erradicación de hoja de coca.

El saldo fue de dos policías y un trabajador muertos. Un tercer efectivo resultó herido de bala en la espalda. Los terroristas robaron, además, dos fusiles y equipos de comunicación satelital.

Casi al mismo tiempo, en el VRAE, cinco soldados resultaron heridos luego de un ataque senderista contra la base militar de Tutumbaru, distrito de Sivia, provincia de Huanta, Ayacucho.

AQUÍ Y AHORA

En la actualidad, la lucha parece circunscrita al VRAE y al Huallaga. La alianza senderista con los narcotraficantes se hace cada vez más fuerte. Urge tomar decisiones importantes.

Si no se promueve el desarrollo social y económico en ambas zonas, si no se expulsa o se acaba con los remanentes senderistas, si no se combate decididamente a las bandas de traficantes castigando a la vez a los malos elementos policiales que sucumben ante su dinero; en fin, si no se toma con la debida seriedad los diversos tipos de violencia que enfrentan ambos valles, el Perú correrá el riesgo de enfrentar una guerra todavía peor de la que empezó aquel 17 de mayo de hace 30 años y que costó la vida de miles de peruanos. Dicen que en una guerra nunca hay vencedores. En esta, sin duda, no los hubo.

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