“Jerusalén es una ciudad de extremos”, me dijo una vez un viejo religioso franciscano en la puerta del Santo Sepulcro, mientras veía maravillado la llegada en masa de cientos de turistas al lugar más santo del cristianismo. “Extrema su santidad, extrema su belleza, pero también extrema su violencia”, agregó.
Todos pelean por ella, todos quieren poseerla y ser guardianes de la ciudad consentida de Dios, hoy capital del moderno Estado de Israel y que celebra estos días el 43 aniversario de la reunificación bajo una administración judía.
Una reunificación que –valgan verdades– no es reconocida por la comunidad internacional y que causa escozor entre los palestinos, quienes reclaman su parte oriental también para el establecimiento de la capital de su futuro Estado, con el nombre de Al Quds.
Pero, para entender un poco más este conflicto que, según algunos, puede desembocar en una tercera guerra mundial, hay que conocer algo de historia de esta ciudad maravillosa, santísima para las tres principales religiones del mundo: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo.
CENTRO ÚNICO DEL JUDAÍSMO
Habitada hace miles de años por distintos pueblos semíticos y mediterráneos, fue el famoso rey David el que se la arrebató a los jebuseos en el año 1003 a. C. para establecer la capital de su reino y convertir el lugar en el centro de la vida nacional y espiritual del pueblo judío.
En su cima más alta –hoy el Monte Moria– fue edificado dos veces, primero, por Salomón, y luego por Herodes el Grande, el Santo Templo que guardaba el Arca de la Alianza, en la cual se conservaban las sagradas tablas de piedra con los Diez Mandamientos.
Por cientos de años, el pueblo judío mantuvo el control de la región pero fueron dispersados, en su mayoría, por sucesivas invasiones de babilonios, persas, seléucidas, y romanos que, pese a sus esfuerzos, no pudieron erradicar del todo la presencia de los israelitas.
Fue el emperador bizantino Constantino el que convirtió a Jerusalén en un centro cristiano hasta que los ejércitos musulmanes invadieron el país en el año 634. Luego llegarían los mamelucos y los turcos otomanos, que trataron a la ciudad como un centro teológico islámico, que poco a poco fue sumiendo a la ciudad en un periodo de decadencia y ruina económica.
Con la creciente llegada de judíos a fines del siglo XIX y principios del XX, Jerusalén volvió a florecer, pero también aumentaron los choques con la comunidad árabe que denunció la invasión de sus tierras.
Tras la declaración de independencia de Israel y la guerra de 1948-49, la ciudad quedó dividida en dos: la parte occidental, la “ciudad nueva” y moderna, como capital de los judíos, y la parte oriental, con la “ciudad vieja” amurallada, bajo administración jordana.
En la Guerra de los Seis Días, en 1967, las tropas israelíes tomaron el control de toda de Jerusalén y en 1981 la declararon su capital “única e indivisible”, con el rechazo de la ONU que, hasta ahora, exige una jurisdicción internacional.
DESARROLLO Y ESPLENDOR
Hoy la ciudad goza de un desarrollo y esplendor incomparable. Las sinagogas han vuelto a florecer, mientras la población se acerca al millón de personas, que viven en medio de verdes colinas y valles. Edificios modernos, como el Parlamento y la Cancillería, se mezclan con antiquísimos monumentos, mientras los jardines públicos datan de la época de Jesús.
Los edificios de viviendas –en su mayoría judíos– se levantan a gran velocidad, mientras el sistema de transporte, a base de autobuses puntualísimos, mantiene el orden en unas autopistas pulcras, en donde los baches no se conocen, y el respeto al peatón es primordial.
Pero, lo que más fascina al viajero es la Ciudad Vieja que ha visto un renacer arquitectónico en los últimos años. Los escombros acumulados por siglos han sido retirados y se ha restaurado la muralla que contiene el recinto y que fue construida por el sultán Suleimán el Magnífico, en el siglo XVI.
Para el turista es casi una obligación visitar las ocho puertas de la ciudadela, en especial, cuatro. La Puerta de Yafo, la más conocida y movida de Jerusalén; la Puerta de la Basura, que da acceso al Muro de las Lamentaciones –el lugar más sagrado para los judíos–; la Puerta de Damasco, que lleva directamente al barrio musulmán –en donde abunda el comercio y la comida típica del Medio Oriente–, y la Puerta Dorada.
En esta última, según la tradición judía, el Mesías entrará a Jerusalén al “final de los tiempos”, por lo que fue sellada por los siempre provocadores árabes.
Y qué decir de los otros centros arqueológicos de la Vieja Ciudad. En el barrio cristiano tenemos al Santo Sepulcro, la Vía Dolorosa con sus 14 estaciones, y la prisión de Cristo. En el barrio judío está El Cardo, una vía pública comercial de la época de los romanos y el Muro de Los Lamentos, único remanente de los que fue el Segundo Templo –y que en su tiempo vio Jesús–.
Por último, en el barrio árabe tenemos a la Mezquita de Omar, con su cúpula dorada de oro macizo, y a la Mezquita de Al-Aqsa –el tercer lugar más sagrado para los musulmanes–.
Es quizá, por estar tan concentrados en un lugar tan pequeño, que el tema de la posesión de los recintos sagrados sea el tema que más divide a judíos y árabes-musulmanes.
Hoy, el gobierno israelí y el palestino negocian, con la mediación de Estados Unidos, un acuerdo de paz que ponga fin a más de 50 años de conflicto sangriento. Pero el tema de Jerusalén será el último que sea vea, por su complejidad y significación.
“Es tanto como repartirse la casa de Dios”, me dice una amiga judía de Jerusalén. “Yo simplemente no podría, no es tarea para los hombres”, agrega con cierto aire de pesimismo.