Me he tomado la libertad de trastocar el título de un interesante escrito que llegó a mis manos –o mejor dicho a mi bandeja virtual- hace solo unos días. El autor, un ‘viejo’ amigo que, por estos avatares gratos de la gastronomía peruana, conocí hace algún tiempo. Mucho se dice alrededor de los hábitos que nuestros hombres y mujeres de la sierra adoptan frente a sus parientes muertos y recordados de manera especial en esta fecha del 1 de noviembre, para ello acudimos a esta fuente inagotable de investigaciones inspiradas en nuestros andes y sus hijos: a nuestro amigo Rodolfo Tafur.
Al César lo que es del César. Si bien existen en nuestro medio, nombres que resaltan cuando de gastronomía se habla, hay personajes anónimos para esa dinámica mediática -reservada solo para unos cuantos- que con su trabajo y su amor por nuestra historia culinaria, han motivado la pasión por la investigación, la recopilación de información y el generoso aporte plasmado en líneas exquisitas de agradable lectura y mejor digestión.
Periodistas, historiadores, cocineros, escritores, arquitectos y hasta ingenieros, que han encontrado en la gastronomía más que una actividad económica rentable, una forma de perennizarse de manera noble, con los documentos que fabrican enamorándose del Perú a través de la grandeza que supone nuestra biodiversidad y la transformación de esta, en platos y delicias inacabables y trascendentes.
No a todos los conozco; con algunos crucé palabras, con otros compartí alguna jarana y una copa de pisco, de otros solo extraje algunas citas y con los más, intercambié comunicación virtual que siempre fue enriquecedora, para que semana a semana pueda llegar a ustedes desde esta humilde tribuna, con algo nuevo qué contarles. Rodolfo Tafur es uno de ellos: chef, investigador, pero sobre todo amante de la cocina regional de la sierra peruana.
Siempre el tema de la muerte y sus protagonistas, nos lleva a interiorizar sobre nuestra vida y a reconocer públicamente a quienes contribuyeron con su participación, en algún aspecto de nuestra vida. En este caso, me refiero específicamente a mi experiencia de desarrollar el tema de gastronomía en Generacción.
Por ello mi gratitud a las hermanas Olivas Weston, a la maestra Gloria Hinostroza, a Alberto Iglesias, a Nicolai Staekeff, a Carmen Villar, a Ricardo Ráez, a María Elvira Jacinto, al ingeniero Jaime Ariansen, a Roberto Samamé; a todos ellos por sus escritos y experiencias que condimentaron más de uno de nuestros artículos. En el mundo de la gastronomía peruana, de ellos aprendí mucho… y quizás hoy sea un buen día para reconocerlo.
Y como muestra de ello, de la pluma de Rodolfo Tafur:
EL CHAYRO, BIEVENIDO, TÚ QUE TE HAS IDO
El historiador peruano Luis E. Valcárcel nos recuerda que, el cronista Felipe Huamán Poma de Ayala describe “que los Incas, el mes de Ayar Marcay Quilla, noviembre en nuestro calendario, lo dedicaban a los muertos cuyos cuerpos eran extraídos de sus bóvedas llamadas pucuyo. A ellos, les daban de comer y beber y les renovaban sus ricos vestuarios, poniéndoles plumas en la cabeza, mientras cantaban y danzaban con ellos, poniéndolos en sus andas para caminar por las calles del pueblo.
Según Gerardo Fernández Juárez, profesor en la Universidad de Castilla-La Mancha, España, en su obra "Las Comidas y sus Clases en el Altiplano Aymara", nos revela que el ámbito festivo y culinario aymara adquiere en la festividad de Todos los Santos, un relieve particular. A partir del medio día, las "almas" o "espíritus" de los difuntos en los altares domésticos “llegan desde el mas allá” y los comuneros erigen una especie de altar con piedras para homenajearlos; por supuesto, no deben faltar los platos que al difunto le agradaban, además de pan, frutas y productos hortícolas.
En estas fiestas predomina la presentación de panes, galletas y preparados de harina de un maíz especial mezclado con quinua molida, llamadas quispiñas. En algunas ciudades del norte del Perú como Piura y Tumbes se preparan galletas dulces que se reparten en las calles entre los niños, recordando a algún hijo o familiar muerto siendo niño.
En la zona nor oriental del país, muchos pobladores salen a pasear con unas cañas largas a las que en el extremo superior amarran papas, camotes, yucas y todo comestible que crece bajo tierra. Esta es una manera de definir la eterna dualidad de los muertos y los vivos, las almas de los muertos se encuentran en algún lugar del espacio y mediante las cañas los que se encuentran con “vida” les alcanzan sus alimentos. Se dice que cuando algún ave se acerca a comer estos productos causan la más grande alegría de los familiares portadores de la caña.
Juan Van Kassel y Dionisio Condori en su obra "Trabajo en el Mundo Andino-Criar la vida", nos manifiestan que los dones alimenticios son considerados por los andinos como frutos de la reciprocidad, es por eso que el acto de "homenajear o pagar” a la tierra, así como a las "almas" de nuestros difuntos, es la mayor manifestación en esta fiesta del 1 de noviembre. Esta es una manera de agradecer por las lluvias y cosechas; dicho agradecimiento está a cargo del sabio de la comarca, llamado Yatiri.
Para las "almas buenas" se prepara potajes donde predominan elementos blancos como la harina y panes. Se distribuye también con sumo cuidado la coca; existe la creencia que esta no debe ser recibida con la mano extendida como si fuera limosna, sino con ambas manos. A manera de protección, se usan también el poncho y sombrero. Si es niño, los alfeñiques de azúcar, figuritas diminutas de plomo y estaño y toda clase de frutas dulces son la ofrenda ideal.
De las “almas malas” o seres no queridos, tampoco se olvidan en las ofrendas. Pues se pide de ellos, apoyo para que se lleven las plagas y enfermedades. Para estos, llamados también saxras, el Yatiri prepara una mesa, llamada chiyara, compuesta por azufre, productos malogrados, plumas de búho, pelo y heces de zorro, sobre una manta negra. La ceremonia se realiza en la noche y en lugares alejados, para que no atraigan males, enfermedades o peste al pueblo.
El tema mágico-religioso-gastronómico y ritual del mundo andino es inacabable y misterioso; actualmente un plato, una sopa compañera de esta celebración heredada por nuestros ancestros, es el chairo, que allá en la ciudad de Lampa, Puno, en donde también se comparte más que costumbres con Bolivia, se consume en la madrugada del 1 de noviembre.
Este chairo o chayro, no es más que una vianda en forma de sopa, compuesta de papas, chuño, tripas, carne picada, porción de trigo y maíz reventado. Este potaje se hacía en la casa del difunto y se disfrutaba en una reunión de personas que recordaban al “muerto”.
Originalmente su nombre era chayarqoy, que significa “llegar repentinamente y por poco tiempo”. La fiesta comienza con una bebida llamada wariskani hecha con un litro de pisco, canela, clavo de olor, cascarilla de chuchuwasi, hierba buena, ramas de menta, hierba luisa, flor de naranjo y limón, cidra seca, brotes tiernos de higo y capulí, durazno o blanquillo, toronjil, hinojo, apio, cáscaras de naranjas y pasas, todo esto macerado por 15 días.
Ello quiere decir, que mientras recopilamos esta investigación de nuestro amigo Rodolfo Tafur, se va gestando uno de los tragos andinos más aromáticos y deliciosos, para que un grupo de hombres y mujeres de nuestra sierra, recuerden a sus muertos en este día donde la tierra, en complicidad con el cielo, se hermanan por un país más productivo, por la conservación y revaloración de nuestras costumbres y por el respeto a la diversidad.