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REVISTA

¿Son los jóvenes educados?

Modales y valores
Desde hace algún tiempo he pensado en la pregunta que titula esta nota. Mi quehacer diario me posibilita alternar con una generación de la que me separan varias décadas y cuyos estilos de vida, intereses y expectativas colectivas no siempre son coincidentes. No obstante, la consideración al prójimo, el acatamiento de las pautas de urbanidad y las adecuadas formas no se circunscriben a determinadas edades.
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¿Son los jóvenes educados?

En diversas circunstancias he escuchado comentarios -provenientes de personas mayores- juzgando la conducta de la juventud, diciendo incluso con resignación: “Así son los jóvenes de hoy”. Por mi parte, he comprobado que muchas veces se cree que las nuevas generaciones carecen de óptimos modales y que sus conductas reflejan los males de nuestros días. Insisto en que debemos ser más exhaustivos en la reflexión de este asunto más allá de juicios anticipados.

Las personas se van formando a lo largo de diversas etapas y reciben la influencia, en su niñez y adolescencia, de su entorno social, familiar, cultural y ambiental. En este período los hijos “absorben” cariños, enseñanzas y patrones de conducta que interiorizan e influyen en la definición de su personalidad, autoestima y empatía, entre otros factores que labran al individuo.

Desde mi parecer, es importante que el ámbito íntimo de los hijos brinde una educación en donde esté presente el componente afectivo, ético e intelectual para otorgar una formación integral. Los niños son como “esponjas” que absorben el referente de sus progenitores. Por esta razón, mayor debiera ser el esmero para dar una orientación que moldee su desarrollo.

A través de la conducta de un semejante conocemos sus valores, habilidades sociales, capacidades empáticas, etc., y deducimos quiénes influyeron en su vida. Mediante los hijos se puede saber las características de los padres por encima de apariencias y superficialidades.

La profundidad espiritual, moral y emocional de un semejante tiene como modelo la conducta y discurso de sus padres. De tal suerte que, desde mi perspectiva, la juventud de hoy refleja –con aciertos y errores- la enseñanza impartida en su casa.

Considero de transcendencia, para comprender a la juventud, hablar de la empatía. Esta es la capacidad de entender los pensamientos y emociones ajenas, de ponerse en el lugar de los demás y compartir sus sentimientos. No es necesario pasar por iguales vivencias para interpretar mejor a los que nos rodean, sino ser capaces de captar los mensajes verbales y no verbales que la otra persona quiere transmitir y hacer que se sienta comprendida.

Debemos contribuir todos a formar una sociedad de seres empáticos, hábiles para respetar y aceptar al prójimo. Esta empieza a ampliarse en la infancia. Los padres son los que resguardan las expectativas afectivas de los hijos y les enseñan no solo a expresar los propios sentimientos, sino a descubrir y vislumbrar a los demás.

Si los jefes de familia no muestran ternura y desentienden lo que sienten y necesitan sus hijos, estos no aprenderán a expresar emociones propias y, por consiguiente, no sabrán interpretar las ajenas. De ahí la conveniencia de una oportuna comunicación emocional en el hogar. Esta facultad se desarrollará en quienes han vivido en un medio en el que fueron aceptados y comprendidos, recibieron consuelo y vieron cómo se atendía la preocupación por los otros. En definitiva, cuando los requerimientos emocionales son cubiertos desde los primeros años de existencia. De allí la pertinencia de conocer este tópico.

Conozco jóvenes que, sin haber seguido un curso de etiqueta, tienen un acertado actuar, sentido común y buen trato personal. Incluso percibo en ellos deferencias y gentilezas que se creen “fuera de moda”. Hace unos días pude apreciar, nuevamente, que la educación no está limitada a determinadas generaciones o procedencias sociales. Jóvenes puntuales, respetuosos, tolerantes, amables y cuyas acertadas actitudes fluyen con naturalidad, hacen renacer la esperanza e ilusión en el mañana.

Por otro lado, también trato –en mi actividad laboral- con personas “tituladas”, con grados académicos, estatus económico y hasta cierto éxito profesional -más no intelectual y cultural- que tienen un habitual proceder censurable, impertinente, discriminatorio y ausente de elementales normas de cortesía. No saben agradecer una invitación, acusar recibo de un mensaje por email, dar las gracias por las atenciones ofrecidas en casa, disculparse si llegan tarde, vestirse para cada ocasión de manera adecuada, comportarse en la iglesia, escribir una nota de felicitación o pésame y ni que decir de su desenvolvimiento en la mesa. Esa es la “cereza” en el pastel.  

Sin duda, existe una juventud identificada con su progreso en todo orden y no solo en los aspectos que puedan generarles, en el corto plazo, un puesto de trabajo. Un objetivo “termómetro” para formular esta afirmación es la acogida de los cursos de imagen profesional y etiqueta laboral y, además, sus constantes preguntas, ejemplos, casos y visible valorización de sus implicancias en su capacitación. Bien decía el filósofo y enciclopedista griego Demócrates (conocido como el “Filósofo Alegre”): “Los jóvenes son como las plantas: por los primeros frutos se ve lo que podemos esperar para el porvenir”.

Por Wilfredo Pérez Ruiz

Expositor de etiqueta social en el Instituto de Secretariado ELA y la Corporación Educativa Columbia. Docente y consultor en protocolo, imagen personal e institucional y etiqueta.

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