Con tesis cercanas al keynesianismo, Bill Clinton corregía los desequilibrios heredados de la gestión neoliberal de los ochenta. El superávit público daba fin a tres décadas de caos presupuestario y a un periodo de desconfianza en el Gobierno. Para repartir el superávit, los republicanos pedían reducción de impuestos y uso del dinero público excedente para reducir la gigantesca deuda pública.
Clinton quería salvar la Seguridad Social y pagar la deuda social con nuevas partidas para el Medicare, sistema de salud de los ancianos, la educación y la atención médica de los niños más humildes. El dilema entre lo social y lo económico siempre presente.
La discusión fue por el mayor gasto público en programas sociales, una mejor atención infantil, rebajar de 65 a 55 años la edad límite para el servicio público de sanidad, incrementar la investigación médica y reducir el número de alumnos por clase en los colegios públicos.
Hoy permanecen elementos de ese debate pero el cambio ofrecido por Barack Obama, apoyado en un electorado propio, especialmente juvenil, abre la esperanza de una renovación de la política norteamericana que repercutirá en la escena mundial.
El otro paradigma, el modelo social europeo, sufre una crisis de alcance indeterminado. La derecha recuperó terreno con Nicolas Sarkozy en Francia y Silvio Berlusconi en Italia. El modelo social europeo es difícil de sostener y los progresistas deberán hilar muy fino para defender el interés social contra la visión xenófoba y neoliberal que pretende retroceder las conquistas sociales.
La comunidad internacional evalúa los daños provocados por la más grave crisis financiera desde 1929. Las respuestas no pueden venir de quienes durante tres décadas aplicaron las recetas que llevaron al colapso a la economía mundial. Se necesita sensibilidad social junto a la preocupación por la producción, el empleo y un orden global más equilibrado y democrático. Es la hora de la política y no de la economía.
Neoconservadores y seguidores del Consenso de Washington proclamaron la autorregulación de los mercados, la permisividad ante el capital especulativo y la disminución del perfil del Estado. El resultado ha sido una especulación desatada, una separación total entre lo productivo y financiero. Estos fundamentalistas deben aceptar la evidencia de su fracaso y reclaman al Estado que antes denostaron, su intervención indispensable.
Es hora de la política y de aprender la lección. Expresar o incluir las necesidades de las mayorías sigue siendo difícil para los conservadores que impulsan negocios corporativos y están motivados por la concentración de la riqueza. Pero es urgente hacerlo si queremos preservar el sistema y la gobernabilidad.
Ya no cabe aplicar rigurosamente el pensamiento de mercado que deja los aspectos sociales como accesorios y sin rentabilidad económica mayor. Hay que pensar en la rentabilidad política que no es otra que la legitimidad y la aceptación del Estado que hoy debe ser fortalecido para su mejor y adecuada intervención.
Hoy sabemos que la prolongada hegemonía del pensamiento neoliberal trajo grandes conflictos y desequilibrios que hoy se busca subsanar. Al punto que las formas de hacer política cambiaron dejando conceptos y radicalismos en el camino.
El mundo va hacia el equilibrio de los intereses y la aceptación de los costos sociales cuya necesidad de ser pagados deben ser asumidos por la economía y por supuesto por la política. La rentabilidad política, que no es lo mismo que la rentabilidad electoral, asegurará el clima adecuado para sostener el crecimiento y el desarrollo permitiendo que los conflictos sociales sean procesados y canalizados por la institucionalidad democrática.