Cuando, hacia mediados del 2001, junto con mi esposa e hijo, pequeño entonces, visité el departamento de Cajamarca, poco más de doce meses habían transcurrido desde que el 2 de junio del año 2000, 152 kilos de mercurio metálico, desde el camión que lo transportaba, gota a gota se derramaron camino al yacimiento minero de Yanacocha. Infectando así vías y, sobre todo, pueblos.
Poco más de un año había pasado desde que el pueblo de Choropampa, ubicado en la provincia de Chota, había sido propulsado, aunque brutalmente, a formar parte de la historia. La razón: el camión que transportaba aquella carga de mercurio, convertida en letal, se había detenido en este pueblo. Y unas tras otras las gotas, habían, según me dijeron, formado un charco.
Para cuando la noticia de esta desgracia se propaló por doquier a través del planeta, ya el terrible mal había sido infligido. Victimas de su propia ignorancia, muchos pobladores habían tenido contacto y echado mano con avidez a este metal pesado. E incluso, llegaron al punto de transportarlo, según contaban, en pequeñas vasijas a sus hogares. Solo Dios sabe con qué propósitos.
Hoy, sabemos que este plateado e inodoro metal perjudicó dañando seriamente la salud de muchos choropampinos. En ese entonces, según me relataron, se trataba de algunas decenas. Sabemos hoy que su número se eleva a 169. Y que no solo Choropampa fue afectado, sino también San Juan y Magdalena. Y que algunos de los afectados han fallecido ya a causa de la letal inhalación.
Triste es el balance que deja para estos pueblos y para la conciencia nacional lo que acaeció aquel sexto mes del año 2000. No permitamos que el pasivo de su desgracia se incremente, haciéndonos de la vista gorda frente a lo que significaría un arreglo bajo la mesa entre aquellos que quieren hacer escarnio de la desesperación de los desgraciadamente afectados. ¡Justicia se exige!
