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REVISTA

EL CANTO DEL RÍO CHUNCHUCA

Memorias de mi infancia
Mis primeros pasos los di en Colasay, un hermoso pueblecito, donde mi bisabuelo don Domingo Guevara junto a mi bisabuela doña Bernardina Olano, llegaron de Chota y Cutervo a fines del siglo XIX, como otros, en busca de un mejor porvenir.
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EL CANTO DEL RÍO CHUNCHUCA

Crecí corriendo por los hermosos parajes, respirando aire puro, tomando leche fresca, comiendo fruta sana. Aun recuerdo que en su parque había hermosas cunas del niño, verbenas y rosas. En los huertos habían chirimoyas grandes y dulces, granadillas jugosas, nísperos, guayabas, naranjas, limas, guabas y limas reales.

 

Igual fue en Jaén donde mi padre y mi madre eran profesores de secundaria y primaria respectivamente; allí estudié la primaria, los días eran alegres, cada día al ir de mi casa a la escuelita adventista (donde me enseñaron la palabra de Dios), pasaba por huertos, chacras de cacao hoy convertidas en calles transitadas por moto taxistas, autos y camiones. En esas oportunidades era agradable caminar por el pequeño bosque, escuchar el trinar de las aves, ver los verdes piñones, las nonas, ver  una que otra comadreja, un escurridizo mono cacahuero, o un camaleón que cambia de color buscando mimetizarse en los árboles.

 

Los fines de semana, con mis amigos  de barrio, nos íbamos a la quebrada que cruza la ciudad. En Jaén el calor era intenso por lo que un baño en la quebrada resultaba muy refrescante. Al llegar las vacaciones, con mi familia entera  nos íbamos a la finca de mi padre llamada "La Cidra", junto a la choza, pasa el río Chunchuca. Con mis primos, hermanos y amigos, nos íbamos al río a pescar y como siempre a darnos un chapuzón. A veces clandestinamente nos subíamos a los caballos; mis tíos no querían que lo hiciéramos pues decían que los cansábamos.

 

Conforme crecía, mi apego al río crecía. Muchas veces junto a mi padre, con mis tíos o primos, desde el viejo Puente Blanco ubicado en la antigua carretera de penetración Olmos Corral Quemado, nos internábamos rumbo a Juan Díaz, un caserío muy acogedor. Cuando la carretera lo permitía nos íbamos en camioneta o de lo contrario caminábamos. La caminata duraba aproximadamente cuatro horas, la hacíamos bajo el intenso sol. Al lado del camino discurría el río, hermoso, limpio y emitiendo un sonido que para mí era musical. Es el canto del río, a mi mismo me decía, éste alegre da vida a las tierras, al hombre y, lo que puede hoy resultar curioso, en sus aguas también había vida.

 

Recuerdo que tuve la oportunidad de ir río arriba muy cerca al Corcovado, la gran montaña donde este río nace con inocencia, límpido y pequeño primero para luego ir creciendo gracias a las aguas de los afluentes que hacia él derivan. Desde diversas quebradas, pequeñas se va alimentando hasta convertirse en  hermoso y  apacible en verano, pero torrentoso y bullero en invierno. Así era, es este río, imponente, imparable, cuando su momento llega.

 

El contacto con la naturaleza generaba una hermosa sensación; sentir la lluvia, escuchar los truenos y ver los relámpagos, era una forma especial en la que la vida se expresaba, la manera en que nuestra madre tierra se nos develaba… en fin.

Hoy el río Chunchuca sigue cantando, aunque en él ahora hay cierto lamento, los pequeños caseríos han crecido, muchos ahora tienen agua potable y su alcantarillado, y como ocurre en  otras partes los desperdicios son arrojados al río. Sucede lo mismo que se da en otras partes del Perú y del mundo. Y con pesar vemos que no existe la voluntad de protegerlo o disminuyendo la acción letal de las aguas servidas utilizando las lagunas de oxidación.

 

Y como en otros sitios, veo que ahí que el hombre se ha empeñado en dinamizar la economía, sin importarle las consecuencias que ella acarrea, apoyándose en la avaricia, la codicia y la injusticia. Sin importarle que se rompa el equilibrio entre el desarrollo y la naturaleza. Sin importarle que la tierra este sufriendo por las grandes laceraciones que son la actividad minera  formal e  informal: Los ríos están siendo asesinados, en sus aguas en muchos casos ya no hay vida.

 

Con tristeza veo que en la tierra de mi infancia el hombre se ha convertido en el peor depredador; actúa olvidándose que es parte de la naturaleza. Ha olvidado que nuestros bosques, nuestra biodiversidad, nuestros recursos minerales constituyen nuestro capital, y no son como ellos creen una simple renta.

 

Olvidan, como por doquier, que nuestra madre Tierra ya no es joven, ya es cuarentona, la resaca ya no la soporta como en su época juvenil, ahora es más sosegada, calmada, esperando que sus hijos la respeten y la cuiden. Nos anuncia que estamos entrando en la recta final, que pronto empezarán los achaques, después simplemente vendrá la muerte, con grandes inundaciones, con esquías, plagas y pandemias...

 

La tristeza y la preocupación me embargan, la tierra está envejeciendo, los ríos se están muriendo, los bosques desapareciendo, diversas especies de la fauna se están extinguiendo y con las hermosas flores está sucediendo lo mismo. Si a esto le llamamos progreso, me resisto a aceptarlo, no puedo aceptar el crimen, el asesinato de nuestra Madre Tierra.

 

Resistiéndome a esto, evoco a los antiguos peruanos, a su cosmovisión en la que tenían como piedra angular el respeto a la naturaleza, el respeto a la madre tierra, a la que rindiéndole culto le hablaba, cantaban y, sobre todo, agradecían. El peruano de hoy con su indiferencia simplemente la ignora, no la valora, pues está más preocupado por su competitividad, progreso, por la búsqueda desenfrenada de riqueza, y muchas veces, por qué no admitirle, porque lucha simple y llanamente por sobrevivir...

 

Esto pasará pienso, pasará... Evoco más mi infancia, cierro los ojos y escucho nuevamente el canto del río, suspiro luego y simplemente digo: Perdónanos madre Tierra porque no sabemos lo que hacemos.
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