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REVISTA

A MI MADRE

Homenaje
Mayo es conocido como el mes de la madre y por eso en esta época del año, es preciso recordar a aquella persona que me trajo al mundo.
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A MI MADRE

Cierro mis ojos y me remonto al año 1969, veo a mi madre feliz en la quinta José Gálvez donde vivíamos, en Trujillo. Estaba embarazada por segunda vez, ella cocinando, atendiendo a mi hermanita mayor, Miluska; disfrutando el embarazo, acariciando su vientre de rato en rato, hablando con quien estaba dentro de ella, diciéndole palabras hermosas. Desconocía si era mujer o varón, ya que por esas décadas no existían los equipos de ahora para determinar el sexo con exactitud.

 

Fue un embarazo diferente al primero, ya que en esta oportunidad sí hubo mareos y muchas náuseas, bajó siete kilogramos de peso. Los primeros cinco meses fueron muy difíciles y complicados; a partir del sexto mes cambió su estado de salud, recuperó los kilogramos perdidos y ganó 10 más. En el octavo mes ya había en el hogar un inmenso anhelo de recibir al segundo heredero y fue así.

 

En un parto normal, un seis de noviembre a las 2:15 de la tarde en el Hospital Belén de Trujillo nació el heredero: un robusto y hermoso bebé, pesando 4,200 kilogramos, muy "chaposo" como los dibujos animados y con mucha actividad física. Se convirtió en la alegría y felicidad del hogar, toda la familia tanto del lado del padre como de la madre daba su opinión para poner el nombre al bebé. Después de varias opciones se quedaron con una "Michael Raskinokov", un nombre muy peculiar y diferente.

 

Pero no fue el nombre definitivo, ya que la mamá opinó que debería llevar el nombre del papá. Es por ello que el nombre del robusto bebé quedó como "Wilson Michael".

 

Michael, empezó a crecer y cuando tenía un año de edad nació su otra hermanita: Eggard. Era una familia de cinco personas, normalmente el papá salía todos los días a trabajar como profesor, tanto por las mañanas y las tardes, lo que conllevaba a que la mamá Sara, se quedara con los tres pequeños.

 

 

Ardua tarea atenderlos, amamantarlos, protegerlos, bañarlos, cambiarlos, cuidarlos… En realidad fue una labor encomiable y ejemplar; no faltaba por ahí que  uno se resfriara y los otros se contagiaran y la mamá pasaba noche tras noche sin dormir, llena de preocupación. Felizmente, a una cuadra del hogar vivía un médico pediatra, el doctor Ulloa, quien atendió a los bebés desde pequeños.

 

Cuando se podía y los recursos lo permitían, los fines de semana la familia unida salía a pasear. Pero cuando Michael tenía tres años, en el hogar empezó a rondar la preocupación: para su edad ya debía caminar, pero él apenas se sostenía en sus piernas y se caía. Todos pensaban que era por el sobre peso. La mamá llena de esperanza y ánimo le decía: te voy a poner a dieta, y se sonreía.

 

Hasta que Michael llegó a cumplir cinco añitos y aún no se sostenía en pie. La mamá ya muy preocupada insistió con el papá para llevarlo a diferentes médicos y fue así que lo hicieron, pero no obtuvieron ningún diagnóstico. La abnegada madre tornó su vida en preocupación, ella muy católica y llena de fe, pedía al altísimo para que la ayudara.

 

Ambos padres entregaron a Michael a muchos santos, hicieron muchas plegarias, rezos. Tanta fue su desesperación que acudieron hasta a curanderos, sin ningún resultado. Hacían sacrificios, la madre con su esposo cargaban a Michael por horas en la procesión del Señor de los Milagros, esperando el milagro.

 

Hasta que llegó a Trujillo una campaña médica con especialistas norteamericanos. Los padres hicieron el esfuerzo y llevaron a Michael. Con mucha esperanza ingresaron con el niño en brazos, fue revisado, le sacaron muchos exámenes, hasta que por fin, los médicos dieron a los padres un diagnóstico.

 

Con mucha frialdad dijeron: "Su hijo tiene una enfermedad que se conoce como distrofia muscular, que significa debilitamiento de los músculos. Es una enfermedad que se presenta de cada millón en una persona. Significa que su niño conforme vaya creciendo perderá fuerzas. Hemos visto casos que sobreviven solo hasta los 20 años".

 

Estas palabras marcaron la vida de los tres. El padre endureció su corazón, la mamá se puso a llorar desconsoladamente abrazando a su pequeño y él a su corta edad y sin entender con claridad lo que ocurría, también se puso a llorar porque su madre también lo hacía.

 

Al retirarse a casa, todo era silencio. Al llegar a casa, todo era lágrimas, hasta que la madre al ver a sus hijas tristes y a Michael también, les dijo: "su hermanito nos necesita mucho, hay que ayudarlo, alcanzarle las cosas". Y dirigiéndose a Michael le dijo. "tu papá y yo, vamos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para ayudarte, no dejaremos que nada te pase".

 

En tal sentido, la madre que le pidió ayuda a su hermano mayor que vivía en Lima para trasladar a Michael para que inicie una serie de tratamientos. Fue así como la mamá se trasladó a la capital con sus tres hijos durante un año, el papá los visitaba quincenalmente porque tenía que trabajar.

 

Se hospedaron en la casa de sus padrinos de matrimonio, fue todo un año de mucho esfuerzo llevando a Michael al Hogar Clínica San Juan de Dios. La mamá siempre cargando a su pequeño todos los días, soportando todo el dolor que pasaba su pequeño hijo. Las niñas continuaron su vida, estudiando y ayudando a su hermanito.

 

Después de un año de radicar en Lima, regresaron a Trujillo con una gran satisfacción. Pudieron colocarle soportes a Michael, lo que le permitía ponerse de pie con ayuda. Una sola vez, para su Primera Comunión, el pequeño Michael se puso de pie con sus soportes sin ayuda. Por un minuto, volvió a sonreír la mamá con una gran esperanza, esto unió mucho a la familia, el propio Michael pidió ir al colegio, ya que recién a sus nueve años aprendió a escribir y a leer en casa con ayuda de su tía Magna y de su madre.

 

Michael destacó en sus estudios como un buen alumno, todas las mañanas su mamá se levantaba desde muy temprano a atender a sus tres hijos, con un cuidado especial a Michael, a quien lo llevaba en su triciclo hasta el colegio, regresaba a la hora del recreo para ayudarlo y luego lo iba a recoger.

 

Todo ese gran esfuerzo realizaba la madre todos los días, en el camino al colegio o a la casa, iba conversando con su hijo, animándolo por el rechazo que sufría, preparándolo para el mañana. Le decía: "hijo, cuando seas más grande es mejor que te movilices en una silla más segura para ti", refiriéndose a una silla de ruedas. Lo alentaba a seguir adelante, era un cotidiano consejo para Michael.

 

Al iniciar la secundaria, la mamá cayó enferma del oído, tuvieron que operarla tres veces. Ella vivía sumamente preocupada, tuvo que confiar en los amigos de salón de clase quienes movilizaban a Michael; varias veces se cayó de la silla de ruedas, gran dolor para toda la familia, porque cada caída significaba de cuatro a cinco meses en cama para él.

 

Michael tuvo que atravesar situaciones muy difíciles cuando era niño. Un día se quedó durante la hora del recreo encerrado en el aula, porque la profesora pensaba que podía caerse, sin tomar en cuenta los sentimientos de Michael.

 

En otra ocasión, un grupo de niños de su salón de clase, en su inocencia, lo amarraron de los brazos y se burlaron de él. Ya se imaginan como se puso Michael, era un mar de lágrimas; sin embargo, los brazos de su madre lo abrigaban y consolaban y además lo impulsaban a ser fuerte.

 

En medio de este ambiente de amor y protección creció Michael y se convirtió en un adolescente con ganas de hacer muchas cosas. Sin embargo, otra vez la tristeza invadió su corazón cuando se dio cuenta que no podía hacer cosas que sí podían hacer los adolescentes de su edad, como ir a su fiesta de promoción del colegio, viajar con todos sus compañeros, etc.

 

Sus padres, a veces se sentían impotentes por no saber cómo actuar frente a estas circunstancias. Su madre, siempre con su amor maternal, trataba de llenar esos vacíos.

 

Aunque fue una gran lucha para Michael, pronto entendió gracias al consejo de un amigo de la familia que el hombre es importante por lo que hay en su corazón y por lo que hay en su mente. Es así como dejó de ser un joven tímido e introvertido y se dispuso a estudiar mucho y a tener amigos.

 

Posteriormente, ingresó a la universidad a estudiar ingeniería química. Pero a la edad de 28 años, nuevamente la tristeza invadió su corazón, pues Michael se preguntaba si alguna vez podría casarse, formar un hogar y tener hijos. Por esta razón atravesó una de las crisis depresivas más fuertes de su vida.

 

Se encerró en su dormitorio, apenas comía. Su madre trataba de animarlo, pero nada parecía aliviar la profunda depresión en la que había caído Michael. No obstante, encontró los caminos de Dios y su vida cambió rotundamente.

 

Años más tarde contrajo matrimonio con una jovencita cristiana de nombre Claudia a quien conoció en la misma iglesia donde congregaba. Luego de varios años de intentos por tener un hijo, tuvieron a sus preciosas primogénitas Ana Claudia y Ana Rebeca.

 

Sin embargo, a los 24 días de nacida, Ana Rebeca partió a los cielos. Después de este lamentable hecho, Michael entendió que no hay dolor más grande que perder a un hijo.

 

Ahora entendía más que nunca, que lo que impulsaba a su madre a cuidarlo, atenderlo, protegerlo, día a día, durante tantos años sin quejarse y lo que sufrió su ella cuando le dijeron que él no iba a caminar nunca o cuando Michael se enfermaba o estaba triste, o la inmensa satisfacción cuando veía a su hijo reír, ingresar a la universidad u obtener un logro, es el gran amor que solo se siente cuando se es padre o madre.

 

Muchas veces olvidamos lo que nuestras madres hicieron, hacen y seguro harán por nosotros, porque ellas nunca nos dejarán o nos verán como adultos; siempre seremos sus bebés.

 

Por Michael Urtecho

Congresista de la República
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