No hay nada más importante para un país que la existencia en su seno de lo que comúnmente se denominan instituciones: Todo aquello que los miembros de una sociedad, valga la redundancia, han instituido y hacen suyo en aras de viabilizar su vida en forma civilizada a nivel social. Vale decir, el tipo de existencia que le permite al ciudadano de la polis acceder no solo a mayores niveles de bienestar material, sino también a otros tipos y niveles superiores de realización que solo un régimen fundado en la libertad puede permitirle al ser humano.
Ninguna sociedad que se precie hoy de primer nivel, ha recorrido el largo trecho de su historia, que le ha permitido desarrollarse como tal, sin haber fortalecido instituciones naturales como la célula básica de la sociedad que es la familia... o haber establecido otras, consolidándolas a pesar de todos los obstáculos, a fin de garantizar ese presente civilizado y, sobre todo, proveyéndose con la garantía de que esa situación se prolongaría en el tiempo. Ninguna sociedad que se desee como tal puede no recorrer el camino -institucional- que tiene que transitar para alcanzar tal objetivo.
He ahí el gran desafío pues de toda sociedad. No hay forma de evitarlo. O se establecen instituciones y se acepta explícitamente el reto de superar todos los obstáculos que su consolidación en el tiempo implica, construyendo en esa forma un país con mayores posibilidades para todos. O se opta por el camino del debilitamiento de estas, negándose de esa manera, en un futuro, no necesariamente lejano, no solo la vida en libertad, sino también la posibilidad de erigir -hay que enfatizar- una sociedad más integrada y, por ende, inclusiva de todos los que la componen.
Este es el reto que tiene nuestro país ahora y por delante. Para nadie debe resultar un secreto. O construimos instituciones, generando principios, normas, reglas, organismos, poderes del Estado que se precien como tales, garantizándonos así la cohesión social y la estabilidad política... o de lo contrario siempre dependeremos del hombre de la situación -del caudillo-, quien no encontrará mejor forma que elevar su palabra al estatus de institución. Imponiéndola al final, inevitable y fatalmente, en prejuicio de los miembros de su sociedad, haciendo uso tan solo de la fuerza.