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"EL PERÚ NOS PERMITE FOTOGRAFIAR MIL COSAS"

En el 2003, el fotógrafo limeño Jaime Zarauz viajó a la selva por tan solo cinco días contratado para fotografiar albergues situados camino a la reserva ecológica del Pacaya Samiria. Atrapado por el embrujo de nuestra amazonía, esos cinco días se convirtieron en tres años, en los que registró, a través del lente de su vieja y fiel Nikkon, el mágico colorido y el calor humano del lugar, experiencia que compartió con GENER@CCIÓN.
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'EL PERÚ NOS PERMITE FOTOGRAFIAR MIL COSAS'

¿Qué lo motivó a quedarse durante tres años en la selva si había ido, por moti­vos estrictamente laborales, nada más que por cinco días?

Después de cinco años de docencia en una uni­versidad privada en Lima, tenía la necesidad de llevar a cabo un trabajo personal. El color y la sensualidad natural de las mujeres de la selva fueron motivos suficientes para decidir que era el lugar donde que­ría iniciar un proyecto. Comencé a viajar por lugares apasionantes como la reserva del Pacaya Samiria y a fotografiar la vida de las comunidades. Mujeres en sus actividades cotidianas, niños en las riberas de los ríos, el colorido majestuoso y cambiante de la selva, por solo citarte algunas escenas. En mis ra­tos libres hacía voluntariado en una ONG francesa de nombre Médicos Descalzos, y eso me permitía interactuar con la gente del lugar, mientras apro­vechaba para hacer una memoria fotográfica. Las cosas sucedieron muy rápido. Jamás pensé que mi estadía se fuera a extender por tanto tiempo.

 

¿Qué técnica empleó para trabajar estas fotografías?

Llego a la selva con mis cámaras de película de 35 mm, mis rollos, entre otras cosas que necesita­ba. Mi cámara digital, que me servía de soporte, ter­minó en el río. Trabajaba con negativos. Era reacio a entrar al mundo de la modernidad. Al llegar a Lima, escaneo mis fotos, las veo en la pantalla y descu­bro cosas, muchas cosas. Empecé por sumergirme en el trabajo con la computadora hasta las tres de la mañana, perdía la noción del tiempo, hasta que encontré un efecto visual interesante como resul­tado de mezclar la fotografía analógica a partir de un revelado en laboratorio, y entrar a través de ese negativo a la computadora. Con este efecto elaboro toda una investigación y llevo a cabo un proyecto.

 

¿Cuál es la característica principal que encontró en los habitantes de la selva?

Los habitantes de la selva son muy diferentes a los de la sierra. Cuando empiezo a ver las fo­tografías que había hecho en las calles y comu­nidades de la selva, descubro que todos fijan su mirada en la cámara. Eso me sorprendió mucho, muchísimo. Ese calor que tienen en la mirada. No encontré en ninguna de las fotos un gesto o mirada hostil, ni siquiera de recelo. Sabes, en principio, tú no puedes invadir un medio con tu cámara fotográfica y disparar alegremente, por­que la capacidad de respuesta que encuentras en tus sujetos fotografiados es de desconfianza. Eso no encontré en la selva. Quizás porque coexistí con ellos durante un tiempo. Es más, yo tenía mi casa en el río y a quienes fotografiaba era a mis vecinos a fin de cuentas. En cambio, he notado que en la sierra la gente es más reacia a dejarse fotografiar, quizás por la creencia, como algunos dicen, de que cuando uno los fotografía les atra­pa el alma.

 

¿Fue fácil adaptarse a una realidad tan distinta de la que vivía en Lima?

No fue fácil. Tomó tiempo, pero al final la conse­guí. Son temperaturas de 38 a 42 grados, picaduras de mosquitos que te acribillan las piernas durante las 24 horas del día, insectos, comidas que pueden parecer en un principio extrañas. Pero más de un día, a lo largo de esos tres años que ahí permanecí, pen­sé que lo mío era quedarme durante toda mi vida. Sin embargo, como todo, este círculo tenía que cerrarse. Lamentablemente, Lima es un mal necesario.

 

¿Tiene en mente regresar a la selva?

¡Claro! Me gustaría profundizar en este trabajo, porque la temática es muy amplia e interesante. Hay gente que va a fotografiar la fauna, la flora. Yo no encontré mucha fauna exótica, preferí fotografiar personas, ahí encontré comunidades que se extin­guen. En la selva no solo hay especies animales que están en peligro de extinción, también, es necesario decirlo, hay comunidades de personas en peligro de extinción, porque están adoptando patrones de vida que no corresponden al medio natural en el que viven desde siempre. Entonces, sí me gustaría regresar a la selva y continuar con este trabajo.

 

Cuando veía un personaje, una situación, ¿qué era lo que le llamaba la atención hasta el punto de decir "esto va a ser una buena fotografía"?

 

Yo soy un fotógrafo callejero, de luz natural. De repente estaba en un río y me dejaba atrapar por un paisaje o la forma de vida de los niños, o una mujer en short paseando con su bicicleta. ¡Es todo un universo visual! Yo podía disparar, dis­parar y disparar, y no cansarme. Daba un giro de 360 grados alrededor de mi propio eje y tenía 360 tomas para fotografiar. El Perú nos permite foto­grafiar y encontrar mil cosas. La selva es una de las mejores experiencias en mi vida, por su luz, por la calidad de sus paisajes y por la esponta­neidad de la gente, cualidades que espero hayan quedado plasmadas en mis fotografías.

 

Cuéntenos alguna anécdota de sus tres años de vida en la selva...

Una mordedura de una serpiente jergón en la mano. Me tuvieron que evacuar. Estuve dos meses hospitalizado en estado de observación. Pero más allá de esto, las experiencias positivas superaron con creces esos momentos de difi­cultad.

 

¿Cómo ha sido la respuesta del público limeño a su trabajo?

Cuando llegué y dije que venía de la selva, me encontré con el chocante prejuicio de Lima. La gente pensaba que debía de tener bichos en el estómago y enfermedades por haberme acosta­do con 50 mujeres. Sin embargo, fue peor cuando mostré mi trabajo, porque sentí indiferencia. Suce­de algo distinto con los extranjeros. Actualmente vendo mis fotografías en el parque Kennedy de Mi­raflores y los que las compran son ellos. Muy poca gente de Lima ha apreciado este trabajo. Ahí me di cuenta de que nosotros verdaderamente tenemos una baja autoestima colectiva. No sabemos valo­rarnos como el país diverso que somos. Pero no hay que darse por vencidos. Eso les recomendaría a los jóvenes fotógrafos que están comenzando. No darse por vencidos nunca.

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