La primera vez que intentó quitarse la vida, Karina tenía 20 años. Estaba en quinto ciclo de la carrera de turismo en la universidad, era hija única y vivía con sus papás y sus abuelos en San Borja. Le gustaban las canciones de Sabina y ver Friends y Sex & The City por televisión. Sacaba buenas notas en la facultad. Iba al gimnasio de lunes a viernes antes de clases y cuidaba su alimentación.
Tenía un grupo de amigas que la querían y que siempre estaban cuando ella las necesitaba. Si uno la veía por la calle, aparentaba ser una chica feliz. Yo la conocí por esos años y esa fue la impresión que me dio. Una chica guapa, feliz y en paz consiga misma y con todos. Sin embargo, el terremoto estaba a punto de estallar.
Todo comenzó cuando terminó con su enamorado. O quizás esa fue la gota que rebalsó el vaso en que mantenía ahogados a sus demonios. A pesar de que tenía solo siete meses con Víctor, a quien había conocido en la facultad, Karina sentía que él era el centro de todo su universo. "Organizaba mi vida en función de él", dice, acomodándose en el asiento de un café en San Borja.
"Si él tenía que ir a algún lado, yo iba con él aunque tuviera otras cosas que hacer. Si él quería salir, yo salía con él aunque no tuviera ganas. Si él decía algo, yo decía está bien aunque no quisiera. Ahora me doy cuenta de que estaba enferma. Él no era malo. Ni siquiera se daba cuenta de que yo estaba mal. Yo sentía que lo quería con toda mi alma y que mis celos eran también una manera de amarlo. Pero la verdad es que lo molestaba demasiado por cualquier cosa, lo asfixiaba. Una tarde saliendo de clases le hice un escándalo porque lo vi conversando con otra chica. Él me dijo que no podía más. Terminó conmigo. Yo sentí que el mundo se me venía abajo".
La OMS calcula que cada día se producen en todo el mundo unos 3,000 suicidios, y que por cada suicidio cometido con éxito se intentan otros 20 que no terminan con la muerte del suicida pero sí con graves daños físicos y emocionales para él y sus familiares y amigos.
El suicidio se encuentra entre las tres principales causas de muerte en personas de
"No era la primera vez que peleábamos, así que dejé pasar unos días, como siempre, y volví a buscarlo", cuenta Karina, bebiendo un sorbo de su café. "Le pedí que volviéramos. Le dije que no podía estar sin él, que ya no iba a ser tan celosa. En los siete meses que estuvimos, terminamos cinco veces. Nos dejábamos de ver una semana y luego volvíamos. Pero esa vez él ya no podía más. Así me dijo. No puedo más".
Karina siguió asistiendo a clases, al gimnasio y frecuentando a sus amigas como siempre. Pensaba que en cualquier momento Víctor volvería con ella, una vez más, como tantas veces. Pero cuando lo vio por el patio de la facultad de la mano de otra chica, tomó conciencia de que no iban a estar juntos nunca más.
"Sentí vértigo y ganas de vomitar. Me sentí mareada. Esa noche lo esperé afuera de su casa y le dije que si no volvía conmigo me iba a suicidar. Fue la primera vez que mencionaba esa palabra. Aunque en realidad creo que ni siquiera yo misma veía la posibilidad de suicidarme como algo serio. Simplemente se lo dije. Él me contestó que no lo amenazara con esas tonterías porque no iba a volver conmigo. Volví a mi casa y lloré toda la noche. No tomé la decisión en ese momento. Pero analicé las maneras más fáciles de terminar con mi sufrimiento. Extrañamente, después de eso me sentí mucho más tranquila. Sentí que todo volvía a tener un orden de nuevo en mi vida".
Para que una persona tome la terrible decisión de quitarse la vida, se conjugan una serie de factores que son más o menos determinantes: biológicos, genéticos, psicológicos, sociológicos, ambientales y circunstanciales. El suicida no es una persona enferma por el hecho de haberse dado muerte. Pero sí puede ser la consecuencia de una enfermedad mental.
Una característica común en aquellas personas que cometen suicidio es que presentan más de un trastorno de este tipo. Por ejemplo, alcoholismo y depresión; adicción a las drogas y esquizofrenia. Las razones afectivas son también determinantes al momento de adoptar esta decisión irreversible. Incluso más que las de índole económico o laboral.
"Descarté la idea de usar una pistola, un cuchillo o de ahorcarme, porque jamás he sido muy buena para aguantar el dolor", dice Karina, encendiendo un cigarro. "Las pastillas me parecían la manera más práctica de hacerlo. Además, no iba a ensuciar nada. Me daba pena dejar mi cuarto ensangrentado y que mis papás me vieran así. Prefería que me vieran dormida. Simplemente me tomaba unas pastillas, me echaba en mi cama y no despertaba más. Seguí yendo a clases y al gimnasio. Tú me veías en esa época y parecía la persona más feliz del mundo. Sabía lo que tenía que hacer. Sabía que tenía la fuerza para acabar con mi sufrimiento. Eso me hacía sentir bien".
"Elegí una noche de sábado para hacerlo", dice Karina, recordando esos minutos con la mirada fija. "Me encerré en mi cuarto y me tomé una por una 20 pastillas. Pensé en dejar una carta explicándoles a mis papás por qué lo hacía, pero al final nada más escribí unas líneas que decían que nadie tenía la culpa de mi decisión y que a partir de ese momento iba a descansar, que estuvieran felices por mí. Eso puse en la nota. Estén felices por mí. Voy a descansar". Hace una pausa para botar el humo por la boca.
"Cuando iba por la mitad de las pastillas sentí que la vista se me nublaba y que las fuerzas se me iban, pero seguí. La botella de agua que había llevado para tomarlas se me acabó, así que fui al baño y terminé de tomarlas con agua de caño. Las fuerzas me alcanzaron con las justas para volver a mi cama. No recuerdo más".
En un episodio depresivo típico, el paciente presenta los siguientes síntomas: abatimiento y desánimo, pérdida de interés en actividades que antes lo entusiasmaban, incapacidad de goce, fatiga física, aislamiento, falta de concentración, ansiedad, irritabilidad, trastornos del sueño, entre otros. No todos los pacientes que presentan este tipo de cuadro terminan suicidándose, pero es muy probable que la mayoría de aquellos que terminan intentando o llevando a cabo el suicidio presentaron estas características.
Karina fue un caso atípico porque ella continuó con sus actividades normalmente y no presentaba ninguno de los síntomas antes mencionados. De alguna manera, la certeza de que podía finalizar con sus tormentos en cualquier instante y de que, por lo tanto, ella controlaba su pena y no al revés, la animó a seguir. Hasta que llevó a cabo sus planes. "Desperté en una cama de hospital, con sondas en las muñecas y un dolor terrible en la cabeza y el estómago", rememora, haciendo una mueca.
"Sentía que me moría. Entonces fue cuando vino la depresión de verdad. Un punto de quiebre. Estuve dos semanas internada en una clínica mientras me recuperaba y luego volví a mi casa. Sentía vergüenza con todo el mundo. No quería ver ni a mis papás ni a mis abuelos ni a mis amigas. No quería ver a nadie. Vino a verme Víctor, pero tampoco quise verlo. Sentía vergüenza, sentía odio hacia mí. No podía ni siquiera mirarme al espejo. Dejé la universidad y el gimnasio. Durante dos meses no salí de mi casa ni siquiera a la puerta. Hasta que volví a hacerlo".
Algunas personas creen que las personas que hablan sobre el suicidio raramente lo harán. Esto no es cierto. Por el contrario, las personas que terminan cometiendo suicidio la mayoría de las veces han dado indicios o advertencias con antelación. Otro punto que debemos resaltar es que un porcentaje elevado de personas que cometieron suicidio una vez, volverán a intentarlo en alguna oportunidad.
"En mi casa me cuidaban discretamente, pero yo me daba cuenta. Escondieron los cuchillos de la cocina y toda arma que pudiera usar para hacerme daño. Incluso escondieron los vasos y las botellas. Estuve medio año así. Pero no conseguía sentirme bien. Creo que ni siquiera me sentía mal por Víctor, sino conmigo misma. No sé por qué, en realidad, si las cosas no me iban mal. Conseguí las pastillas de la primera vez. No me tomé 20 sino 30. Creí que ahora sí serían suficientes. Me dormí preguntándome qué habría en la otra vida. Pensé en mis papás y en mis abuelos. Pensé en que nunca tendría hijos".
"Esa vez desperté en un centro de rehabilitación en Cieneguilla. Estuve internada seis meses. Recibí tratamiento con calmantes y terapia psicológica. Pude conversar y convivir con personas que, como yo, habían pasado por la experiencia de un intento de suicidio. Cuando salí, ya me sentía mejor. Retomé la universidad y el gimnasio seis meses después. Cuando veía a Víctor ya no sentía nada. Incluso llegamos a hablar un tiempo después. Me pidió perdón por no haberme hecho caso. Yo también le pedí perdón por haber sido como era. Ahora me siento bastante mejor. Supongo que en ese entonces no me quería lo suficiente o me sentía insegura. Siento que ahora la vida tiene un nuevo significado para mí".
Nos ponemos de pie para irnos. Cuando estamos en la calle, le hago una última pregunta. ¿Qué les dirías a las personas que como tú en alguna oportunidad sintieron que sus sufrimientos eran más fuertes que las ganas de vivir? Karina no lo piensa dos veces: "Les diría que siempre hay que seguir luchando, que todo tiene solución. Aunque suene un poco estúpido, les diría también que cada minuto tenemos la oportunidad de cambiar las cosas para bien pero también para mal. Nosotros tenemos la decisión en nuestras manos".
La veo alejarse a paso firme. Está en buzo y lleva un maletín deportivo en el hombro. La esperan dos horas de entrenamiento. Recuerdo que cuando la conocí me pareció una mujer guapa, feliz y en paz consigo misma y con todos. Además de todo eso, ahora me parece una mujer fuerte. Solo espero que su testimonio le sirva por lo menos a una persona.