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LOS 60 AÑOS DE LA CHINA "COMUNISTA"

Gigante asiático celebra su desarrollo con fondo "capitalista"
Mao Zedong es un viejo y mal recuerdo de un pasado ideologizado que pierde frente a un presente más pragmático en lo económico.
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LOS 60 AÑOS DE LA CHINA 'COMUNISTA'

El primero de octubre de 1949 Mao Zedong proclamó en la famosa plaza de Tiananmen la instauración de la República Popular China. Su sueño de una nación que se guiara bajo los conceptos del marxismo-leninismo se había hecho realidad.

A diferencia de la Unión Soviética, el otro imperio comunista, Mao creía que serían los campesinos, y no los obreros, el motor de su nueva revolución, fanática, dogmática, y tan sanguinaria como la de Stalin.

Pues bien, Mao se equivocó. Sesenta años después de su proclama, China ya no es más el país ideologizado de antaño. Sigue siendo “comunista” en teoría, pero ha abrazado el capitalismo en la práctica.

“Socialismo con características chinas”, le llaman los expertos. Es decir un país que sigue bajo la tutela del Partido Comunista, que conmina las libertades individuales, y el Estado es el principal promotor de la Economía, pero que seduce y atrae las inversiones extranjeras.

En estos días, el aparato estatal chino ha iniciado una masiva campaña para recordar los éxitos del régimen a lo largo de seis décadas, pero en la calles de Beijing o Guangzhou se hace más énfasis a los últimos 30 años.

Y es que los primeros tiempos de Mao estuvieron marcados por grandes errores políticos y sociales que causaron la muerte, según recientes estudios, de 70 millones de personas, similar a las bajas soviéticas en la Segunda Guerra Mundial.

Mao sigue siendo visto hoy como el gran líder revolucionario, artífice de la llegada al poder del Partido Comunista (PCCh) y, por lo tanto, su legitimador político. Aquel que logró la entrada de China al club de las potencias nucleares (1964) y el regreso a la ONU (1971). Pero nada más.

Todavía hay muchos ancianos que fruncen el seño al recordar al cruel tirano, y por eso prefieren traer a su memoria a otro líder clave en su historia: Deng Xiaoping, arquitecto general de la reforma y apertura económica al exterior de China.

Conocido mundialmente por su frase “da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”, Deng impulsó una serie de programas de modernizaciones en la agricultura, la economía, el desarrollo científico y la defensa nacional.

Gracias a la liberalización de su economía, que permitió la aparición de negocios privados, la afluencia de consumidores, la activa exportación de las fábricas y los mercados de valores, China ha crecido con tasas de 9.5% anuales.

Como dijo alguna vez Business Week, “rara vez se ha observado el ascenso tan vertiginoso de una Nación pobre a la grandes lides económicas”.

Quizá el ejemplo que pueda acercarse más es el surgimiento de EE UU en el siglo XIX como una economía continental con una fuerza de trabajo, joven y enfocada, que marcó su liderazgo en la agricultura, el vestido y las altas tecnologías de la época, como las máquinas de vapor, el telégrafo y las luces eléctricas.

Sin embargo, lo de EE UU queda corto en comparación con lo que ocurre ahora. Para mediados de siglo China se alzará como la nueva potencia mundial y dejará a los norteamericanos en un incómodo segundo puesto.

Este avance económico le ha permitido a China anotarse una serie de victorias en el contexto exterior como el retorno a su seno soberano de Hong Kong –ex colonia británica– en 1997, el ingreso a la Organización Mundial del Comercio (2001) y la realización de los Juegos Olímpicos de Beijing el año pasado.

En general, el ambiente en China es de celebración por los logros alcanzados, pero también existe la preocupación de que hay cosas que tienen que cambiar y evolucionar. Nuevos desafíos que el gigante asiático tendrá que resolver de forma urgente sino quiere perder el ritmo de la prosperidad.

EL DESAFIO SOCIAL

A lo largo de estas seis décadas China ha experimentado innumerables programas para lograr el tan ansiado desarrollo social. Sin embargo, ha sido sólo en los últimos 30 años que ha hallado la fórmula “ideal” para sacar de la pobreza a millones de personas.

Según informaciones del gobierno, desde 1978 con las reformas de Deng Xiaoping el número de pobres se ha reducido de 250 millones a 25 millones. Una cifra envidiable.

Atrás quedaron los desastrosos experimentos  de Mao del Gran Salto Adelante (1958-1962) y la Revolución Cultural (1966-1976) que dejaron más de 30 millones de muertos.

Sin embargo, aún queda mucho trabajo por hacer. Por ejemplo, la tasa de alfabetización se ha elevado del 60% al 85%, pero China todavía está por detrás de las marcas alcanzadas por sus vecinos como Corea del Sur y Japón.

Sólo 40% de los jóvenes se inscriben en la secundaria y 13% en la universidad. A medida que Beijing deposita más carga financiera de la educación a los gobiernos locales, la calidad sufre, en especial en las regiones interiores pobres.

China también enfrenta una bomba de tiempo demográfica debido a su política de “un solo hijo” y que hace que tenga una de las poblaciones que envejecen más rápido. Se calcula que para el 2015 su población en edad laboral comenzará a declinar con rapidez.

¿Se imagina una China súper poblada a la que, irónicamente, le falte mano de obra barata para sostener su pujante economía?

Para el 2040, más de 300 chinos superarán los 60 años y ello supone una carga inmensa e insostenible para el régimen que no se ha preocupado por crear una red de seguridad social eficiente. Por si fuera poco, sólo el 6% recibirá una pensión vitalicia.

RETO ECOLÓGICO Y ENERGETICO

Para nadie es un secreto que China es uno de los países más contaminadores del mundo. Ese es el precio que tiene que pagar por su rápida industrialización que requiere de innumerables fuentes de energía.

En el 2025 China consumirá el 14.2% de la energía del mundo, comparado con el 9.8% del 2001. Hoy consume cinco veces más energía que EE UU y 12 veces más que Japón.

Debido a que la mayor parte de la electricidad es generada por plantas que queman carbón con altos niveles de sulfuro y que no cuentan con eficaces controles de emisiones, la lluvia ácida cae en una tercera parte del país.

Por si fuera poco, el 70% de sus lagos y ríos están “muy contaminados”, en gran medida porque más del 80% del drenaje fluye sin tratar a las vías fluviales.

Seis de las diez ciudades más contaminadas del mundo están en China, de acuerdo con el Banco Mundial, institución que calcula que la contaminación cuesta al país US$ 54,000 millones al año en daño ambiental y problemas de salud –el 4% del PBI–.

Ahora, no es que el país no haga nada por resolver el problema. Al contrario, desde el 2000 hasta el 2010 habrá gastado más US$380,000 millones en programas medioambientales y la construcción de cientos de plantas de tratamiento de agua.

En Beijing, que acogió  los Juegos Olímpicos, se hicieron enormes mejoras en la calidad del aire y el agua. La ciudad ha construido nuevas plantas de drenaje, reconvertido los altos hornos a gas y ha fijado nuevos límites estrictos a las emisiones de vehículos.

Sin embargo, lo que ocurre en la capital del gigante asiático podría quedarse en una excepción si el gobierno no destina más fondos o atrae a más inversionistas privados para que participen en la lucha contra la polución.

Algunos analistas señalan que la demanda urgente por disminuir los índices de contaminación en China puede dar un negocio que mueva más de US$30,000 millones al año.

El país asiático también tendrá que lidiar con la destrucción de grandes extensiones de bosques en las regiones del centro, hábitats de los famosos pandas gigantes a los que protege tanto. Así es China, una contradicción constante.

POLÍTICA Y DERECHOS HUMANOS

Es en este rubro donde China enfrenta sus mayores desafíos. A medida que la globalización se extiende por el mundo también los hace la cultura del respeto a los derechos humanos y la democracia.

El Partido Comunista se considera garante de la estabilidad interna –puede que así sea– pero cada vez le es más difícil contener la presión social por mayores libertades.

La población china está cada vez está más molesta por la corrupción en el aparato estatal, la falta de instituciones democráticas y la enorme brecha entre ricos y pobres.

“Si la economía se estancara y más puestos de trabajo no fueran creados, las posibilidades de un revuelta social son muy altas”, señaló un reciente informe del Departamento de Defensa de EE UU.  “En un país con más de 1,300 millones de habitantes y con cientos de etnias el peligro es mucho mayor”, agregó.

China ya sabe que puede ocurrir cuando las masas se enfurecen. En 1989 el gobierno envió a los militares para neutralizar unas protestas juveniles en la plaza Tiananmen que exigían mayor apertura del sistema.

El resultado final fue entre 400 y 800 muertos, según la Cruz Roja. El régimen comunista no estaba dispuesto a ceder a pedidos de democracia y tampoco lo estaría hoy. Pero, para evitar nuevas revueltas, tiene más cuidado en la distribución de la riqueza y en la aplicación de los derechos humanos.

Todavía se considera un sueño que en China haya apertura política y libertad de expresión, pero su realización depende de la presión de países como EE UU que, en las actuales circunstancias de crisis financiera internacional, se hacen de la vista gorda con un Estado que es poseedor de la mitad de su deuda en bonos.

China también enfrenta serios problemas en la región budista del Tíbet y la musulmana de Uigur. En menos de dos años han estallado fuertes protestas  lo que hace dudar de la versión oficial de una China unida e indivisible.

60 años después del grito de Mao, el régimen dice que el “padre de la patria” sigue presente, que el Partido Comunista es más necesario que nunca.

Puede que así sea, aunque la realidad parece decir lo contrario. Con una vieja generación desencantada del idealismo de los 60 y una nueva generación amedrentada tras Tiananmen, el país se encamina hacia un sostenido y tenso desarrollo económico.

Mientras tanto, la libertad, esa gran deuda que la historia tiene con China, tendrá que esperar su oportunidad de oro.

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