La historia de un país está compuesta de hechos con matices diversos: unos nos enaltecen y dignifican, otros bien podrían incluso avergonzarnos. Nuestro Perú y su devenir histórico no escapan a esta regla, momentos trágicos han habido. Una prueba: lo que sucedió a partir de 1849, cuando miles de inmigrantes chinos, provenientes de las provincias de Cantón, Sichuán y Pekín, llegaron a Lima, entre otros destinos, en condiciones de semiesclavitud pero con promesas de un mejor futuro.
Con un contrato de ocho años bajo el brazo y sabiendo que vivirían en condiciones de semiesclavitud, pero con trabajo seguro, los inmigrantes chinos se hacinaban en las bodegas de los vapores transoceánicos para embarcarse en una travesía de 120 días. Ya en Lima se afincarían como sirvientes. A estos chinos culíes, manera de llamar a la servidumbre en algunos países orientales, los esperaba la construcción de redes ferroviarias, las plantaciones de azúcar y algodón de la costa, y también la incipiente pero próspera industria del guano.
Ya en plena faena, por su trabajo recibirían una ración diaria de 1.5 libras de arroz, base de su alimentación, que combinado luego con sus especias, formas de cocción y, sobre todo, gusto e ingenio, darían paso a nuevos platos que, con el tiempo, la gastronomía peruana haría suyos. Estos sabores habrían de transformar nuestra culinaria. A partir de esta experiencia, inicialmente ingrata para quienes fueron reclutados a fin de trabajar solo a cambio de comida, se inició uno de los más importantes procesos de transculturación en nuestra historia.
La concepción de los orientales sobre la alimentación difiere de la occidental debido a que ellos tienen un profundo respeto por su cuerpo, y por ende, se alimentan con el propósito de cuidar su salud y prevenir enfermedades, por encima del placer de comer. Este pensamiento también trajeron consigo los inmigrantes chinos que llegaron a Lima y se establecieron en Barrios Altos, cerca del centro histórico de nuestra capital. Y unos kilómetros más al norte, en Barranca, Huacho y Pativilca.
En sus barracas, construidas para servirles de vivienda, formaban comunidades. Ahí el chino nunca desperdiciaría nada. El arroz sobrante del día anterior, aunque frío, era frito con aceite o manteca para agregársele luego el langoi, que no era otra cosa más que las sobras de las comidas de los hacendados. Su dieta, no está demás decir, estaba constituida básicamente por arroz y, con mucha suerte, también pescado.
Así pues, pedazos de pollo, alguna que otra carne y verduras, daban colorido y algo de sabor al arroz frito, posteriormente pintado con sillao o salsa de soya, infaltable gracias al continuo flujo de inmigrantes chinos a nuestras tierras. De igual forma, traerían consigo diversos granos y semillas como el kión o jengibre, producto, desde siempre, esencial en la dieta china. Una vez más, la gastronomía peruana se enriquecía notablemente con la adopción de nuevos insumos.
Así, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, una nueva frase comenzaría a resonar precediendo, en nuestro país, el gratificante acto de comer: “Sec Fan”, que por lo complicado de su pronunciación derivaría pronto en Shic Fan, poco más tarde en Chi Fan, para posteriormente perennizarse como Chi Fá, que literalmente se traduce en ¡Ven a comer arroz! Es decir, el único e infaltable alimento que tenían los chinos culíes para saciar su apetito.
Con el paso de los años, algunos de estos servidores venidos del oriente abandonaron sus labores agrícolas para instalarse en algunas ciudades de la costa, estableciendo pequeños -aunque innumerables- restaurantes que poco a poco fueron despertando la curiosidad de los lugareños. En esta suerte de fonda, a la que llamaron posteriormente Chi Fá, introdujeron una nueva forma de cocinar y, por ende, de comer.
Mientras, a los nuevos sabores y también novedosos insumos, se sumarían, casi al mismo tiempo, los fai chi, que no son otra cosa que los tradicionales “palitos para comer”. Tal como lo explicaría luego, el descendiente de uno de los tantos chinos que llegaron al Perú en las primeras décadas del siglo pasado, donde por siempre se establecería.
“Yo no soy chef, soy un cocinero”, fue el saludo que lo pintó de cuerpo entero. Es Alan Lión Chang, un tusán de segunda generación, con no más de 33 años, quien lleva en las venas el arte de la cocina oriental. Creció en un ambiente donde los abuelos maternos daban clase de cocina. Chang Wan, el patriarca de la familia fue quien fundó la Escuela de Arte Culinario Chino. Este gastrónomo de excepción escribiría además en 1965 tres tomos de un libro al que llamó simplemente “Chifa”, haciendo gala de la parquedad propia de esta raza de naturaleza tranquila, sosegada, pero eso sí, muy tenaz y laboriosa.
“El Arroz Chaufa -nos cuenta este joven cocinero, profesor también de varias escuelas y facultades que hoy se hoy abundan debido al boom de la gastronomía peruana- tiene que ser frito, ese es el secreto. En sartén o –si hubiese- wok se saltean las carnes con las verduras elegidas, se dora el kión, se aromatiza la mixtura con aceite de ajonjolí y canela china, y finalmente se agrega el sillao, huevos y todo se mezcla”… Y luego a degustar, mejor si es con fai chi que “es la extensión de los dedos”.
“Los orientales -percibiendo nuestro asombro, nos explicó Alan- al llegar a mediados del siglo XIX a estas tierras, consideraban al tenedor y al cuchillo como una suerte de armas… y coherentes pues con el acto sagrado que para ellos significa comer, no podían profanar su esencia”.
Como casi todo en nuestra cocina, hay múltiples formas de preparar un plato. Los insumos pueden ser reemplazados, adaptados, cambiados, sumados… en fin, mil combinaciones más. Sin embargo, la esencia, también como en todo, debe mantenerse inamovible, respetada, es decir por siempre consolidada. Deberá conservarse de principio a fin, desde la preparación hasta la placentera degustación. Y la esencia del Arroz Chaufa es sencillamente esa, la fusión de dos culturas milenarias que se encontraron en el tiempo, se unieron en el camino y no se alejaron jamás.