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Miércoles 22 de febrero 2012

Julio Ramón Ribeyro: "Cuando no fumaba escribía mucho menos"

El escritor peruano también habla de su relación con Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique.
Julio Ramón Ribeyro: 'Cuando no fumaba escribía mucho menos'
Foto: Referencial

¿Por qué ese título general de su diario, señor Ribeyro, que bien puede ir de rótulo para sus cuentos: La tentación del fracaso?

Bueno (enciende un cigarrillo, fuma), porque a lo largo de todo el diario —conforme me he dado cuenta cuando he leído fragmentos de las décadas de 1960, 1970, 1980 e incluso 1990[1]— siempre hay una especie como de insatisfacción con lo escrito, con lo publicado. Por momentos hay una especie de decepción o de obsesión por la imposibilidad de escribir obras de mayor envergadura, de mayor amplitud. Eso de sentirse un poco como fascinado y atraído por el fracaso es algo que regresa constantemente, por eso se llama La tentación del fracaso, solamente la tentación. Ahora si he fracasado o no, eso ya se sabrá luego. (Sonríe). Y también lo que decía usted, sobre que es un título que se le puede aplicar a mis cuentos, eso es cierto, porque entre mis cuentos y diarios hay una enorme afinidad. Ocurre que la personalidad de un autor tiñe toda su obra a través de diferentes géneros. Es decir, la tonalidad de frustración, de chasco, está tan presente en mis cuentos como en mis diarios.

En su diario se nota que usted era bastante extrovertido...

¿Extrovertido?

Sí, bastante conversador, incluso bebía a veces con hampones, frecuentaba bulines...

(Risas). Por ejemplo, cierto día usted escribe que toda la noche anterior estuvo con Paco Bendezú bebiendo y visitando bulines. Luego se volvió parco, introvertido. ¿Por qué? ¿Cómo se produjo este cambio bastante extraño?

Probablemente fue un poco por el cambio de país, por mi partida hacia Europa. Mal que bien, en Lima, en los años cincuenta, llevaba una vida bastante bohemia y tenía un grupo sólido de amigos, a quienes frecuentaba y con quienes me divertía. Yendo a Europa, la situación cambió, viviendo en países donde conocía a muy poca gente, porque me era más difícil integrarme a sociedades que no eran las mías. En Europa viví de un modo un poco aislado, quizá eso pueda dar la impresión de que me volví parco, más reservado. Pero eso no es completamente cierto, ¿eh? Lo que sucede es que yo siempre me he movido, en Europa, en círculos bien restringidos, con amigos muy cercanos, en realidad con muy pocos amigos. No he explorado otras amistades, lo cual es explicable porque, cuando uno va envejeciendo, le es más difícil establecer nuevas relaciones.
De otra forma podría decirse que usted ha tenido una vida bastante aventurera, ya que ha sido profesor, vendedor de productos de imprenta, meritorio de abogado, portero de hotel, recogedor de periódicos viejos, cargador de estación de tren, traductor en una agencia de noticias. Ha tenido una rica experiencia vivida, y eso se siente en sus diarios.
Sí, pero en realidad esa vida un poco aventurera y un poco errante solamente se dio hasta determinada época. A partir de los treinta y cinco años más o menos, cuando ya me radiqué en París y de ahí prácticamente no me moví, cuando ya me casé y formé una familia, entonces mi vida se volvió más estable y la aventura quedó, si no descartada, por lo menos, gravemente amenazada. (Risas). Pero, sí, yo creo que por momentos hay algunos raptos de la antigua tentación por la aventura. Aunque eso, en general, ha ido disminuyendo. Ahora soy todo lo contrario de un aventurero, soy un hombre muy hogareño, muy tranquilo. (Risas).

¿Trabajar como traductor de noticias durante diez años (1961-1971) en la agencia France-Presse cree usted que le sirvió en buena forma a su literatura?

Para mí es un fenómeno muy inexplicable el hecho de que en ese periodo, trabajando como periodista en la France-Presse durante ocho horas diarias, traduciendo o reelaborando noticias, haya escrito más literatura. Pues durante esos años he escrito las novelas Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976), una gran cantidad de cuentos y casi toda mi obra teatral, además de mi diario, claro está. En consecuencia, desde el punto de vista de la producción literaria, fue una época muy fecunda para mí. Luego, cuando dejé el trabajo de la France-Presse y dispuse de más tiempo y de un poco más de tranquilidad, empecé a escribir menos. Es un hecho que no tiene para mí una explicación muy clara todavía. Quizá si escribía mucha literatura cuando trabajaba en la France-Presse era para compensar el haber utilizado mi inteligencia y mi capacidad mecánica de escribir en redactar noticias, acto que no me interesaba. Para desquitarme de eso, para compensar eso, escribía en casa cosas puramente de ficción y con intención literaria.

En La caza sutil usted tiene un artículo de 1953 en el que lamenta la carencia de diarios íntimos en el ámbito iberoamericano. ¿En los últimos años ha visto usted un mayor interés por los diarios íntimos?

Yo creo que últimamente hay más interés por ese tipo de escritos, no tanto por los diarios, sino por escritos de corte autobiográfico, como las memorias. Hay ya muchos escritores latinoamericanos que han publicado sus autobiografías en vida, sin haber llegado a la madurez. Por lo general, la autobiografía es un libro que se escribe en la vejez, pero hay muchos escritores jóvenes —como repito— que han publicado autobiografías hasta determinada época de su vida.

En el mencionado artículo lamenta que la deficiencia de diarios se debe al aspecto religioso, al aspecto católico. El 24 de enero de 1954 escribe usted en La tentación del fracaso: «Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa» para depositar sus tormentos. ¿Usted, que se ha criado en un ambiente católico, piensa todavía lo mismo?

Lo que yo sostenía en ese artículo de La caza sutil, que el diario íntimo probablemente no se había desarrollado tanto en los países católicos como en los países protestantes, es una observación hecha en ese momento, hace cuarenta años. Yo no me responsabilizo por las opiniones que he vertido hace tanto tiempo. (Risas). Ahora es posible que enfoque ese aspecto del diario íntimo de otra manera: por ejemplo, en el caso de América Latina ya no sería una cuestión de orden religioso, sino de tradición. Mientras no existan diarios íntimos, mientras sus autores no comiencen a publicar sus diarios íntimos, pues otros no lo harán. Entonces es una cuestión de ir sentando una tradición.

En el caso peruano está el diario de José María Arguedas, que posiblemente sea el más interesante, aunque es breve.

En realidad, eso sería un fragmento de un diario, porque está muy circunscrito a una época muy determinada que son los últimos años de su vida, a la época en que escribía El zorro de arriba y el zorro de abajo. De modo que yo no lo consideraría como un diario puramente. En el caso del Perú, los diarios más importantes son: el diario que escribió siendo muy joven Pareja Paz Soldán, durante un viaje que realizó a Europa a mediados del siglo pasado, y que se publicó hace tres o cuatro años en Lima en un volumen bastante grueso. Pareja Paz Soldán es el primer caso de un diarista peruano del cual tengo yo conocimiento. Después ya no hay sino los diarios de Alberto Jochamowitz y de José García Calderón, de los que hablo en La caza sutil[3]. El diario de este último es interesante porque fue escrito cuando su autor estaba enrolado, como voluntario, en el Ejército francés, durante la Primera Guerra Mundial. Parte de este diario fue redactado en un globo aerostático en el cual estaba destacado su autor [José García Calderón] para observar las posiciones del enemigo.

Usted, como gran lector de este tipo de escritos, si tuviera que recomendar cinco diarios íntimos, ¿cuáles serían?
Cinco sería poco, sería bastante arbitrario, pero creo que sí le podría llegar a decir cuáles son. (Breve silencio). Empezaría por el diario de Stendhal, que está publicado en tres volúmenes y que seduce mucho por la franqueza del tono y también por el sentido de autocrítica. Luego sería el diario de Kafka, que, evidentemente, es uno de los más extraordinarios que he leído. Después sería el diario de Ernst Jünger, el viejo autor alemán que actualmente tiene noventa y siete años y que es uno de los más grandes escritores vivos. Otro diario sería el de Jules Renard, escritor francés de fines del siglo pasado y comienzos de este siglo, quien fue —a pesar de ser un autor de segunda línea como escritor de relatos y de piezas de teatro breves— un gran diarista. Su diario es, probablemente, una obra magistral. El último diario que cito, ya un poco al azar, es el de los hermanos Edmond y Jules Goncourt. Es un diario muy extenso, tiene varias miles de páginas, y es muy singular porque está escrito por dos personas, por dos hermanos. Este diario es muy interesante porque es testimonio de la vida literaria, artística y política de Francia de gran parte del siglo XIX. En sus páginas figuran todos los grandes escritores de entonces: Flaubert, Maupassant, Daudet, Turguéniev, Renard, etcétera. Los Goncourt eran amigos de todos los escritores, y es muy interesante porque, en las reuniones que tenían en su casa, todos estos grandes escritores hablaban de temas vulgares y procaces, y casi no hablaban de literatura. Hablaban de comida, de mujeres; además había una cosa en común: casi todos eran sifilíticos (risas), tenían una enfermedad como es el sida actualmente. Hablaban de su enfermedad... Pero este diario no solamente es interesante por esta cuestión anecdótica, sino por ser documento, testimonio minucioso, muy agudo de toda la sociedad francesa del siglo XIX. Esos serían, entonces, en buena cuenta, los cinco diarios para recomendar, pero probablemente estoy siendo injusto con muchos otros.

En su caso, cuando se reunía con Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce, ¿es verdad que tampoco conversaban sobre literatura?

Quizá he exagerado un poco. Obviamente, cuando nos reuníamos había un momento que hablábamos sobre literatura, sobre lo que estaba escribiendo cada uno de nosotros. Pero después pasábamos a otros temas; casi el 90 por ciento de nuestras conversaciones era bien banal y cotidiana. Por otro lado, aparte de estos autores amigos, yo he frecuentado muy pocos escritores en París. De modo que no creo que en mi diario, al menos en los años posteriores del que voy a publicar ahora, se encuentren muchas referencias a escritores que he frecuentado, salvo un poco Cortázar, Scorza, Carpentier, entre los más conocidos. De quienes hay bastantes huellas, en mi diario, son de autores mucho más jóvenes.

¿Cómo se ha sentido usted como personaje de algunas novelas de Alfredo Bryce, pues él lo coloca en algunas de sus obras como personaje suyo? Por ejemplo, en la novela Tantas veces Pedro (1977), el protagonista lo reemplaza a usted en una entrevista televisiva, lo cual es un poco gracioso.

Yo me he sentido muy bien, muy gratamente impresionado por esas apariciones fugaces en la obra de Alfredo Bryce. Sí, en efecto, tanto en Tantas veces Pedro como en La vida exagerada de Martín Romaña (1981), o como en El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), aparezco por ahí y se me menciona de vez en cuando. Es simpático y halagador. Después de todo, si mis libros no perduran, pues yo lo haré en los libros de Alfredo Bryce. (Sonríe).

Tanto en Prosas apátridas como en pasajes de su diario hay un aura de tristeza de parte suya. ¿Usted se consideraría, en todo caso, una persona triste en el fondo?

No, no creo. Más bien yo pienso que tengo una gran capacidad para sobreponerme a situaciones de decaimiento. Simplemente un detalle: yo jamás en mi vida he tomado algún tipo de producto contra la depresión, ni somníferos ni ningún tipo de medicamento para combatir la hipocondría, la depresión. Tengo una salud física bastante frágil, es verdad, pero, desde el punto de vista moral, creo que soy bastante sólido. (Risas).

Respecto a su salud física: usted ha vuelto a fumar, lo que puede preocupar a muchos (Ribeyro enciende otro cigarrillo y fuma, esta vez con mayor entusiasmo). ¿No le ha vuelto a causar más problemas graves seguir consumiendo cigarrillos?

En efecto, yo dejé de fumar durante cinco años, pero descubrí que cuando no fumaba escribía mucho menos. Como lo he escrito, en el relato «Solo para fumadores», el cigarrillo está para mí muy intensamente ligado al acto de escribir. Por eso recomencé a fumar hace algunos meses, meses en que pude terminar los cuentos que completan el cuarto tomo de La palabra del mudo. Pero creo que es una costumbre que voy a dejar definitivamente porque, obviamente, el cigarrillo me produce un terrible mal. O habría que elegir, pues, entre llevar una vida sana y fumar escribiendo. Es una elección muy difícil que debo resolver.

En la presentación del cuarto tomo de La palabra del mudo dijo usted que tuvo un percance que luego contaría. ¿Cuál era la anécdota aquella? ¿Qué le ocurrió antes de ir a la presentación?

Por supuesto, se lo puedo decir ahora. Una hora antes de la presentación del libro me ocurrió un incidente cómico: se me rompió un diente. Por lo que tuve que buscar desesperadamente un dentista en todo Miraflores. (Sonríe). Felizmente, media hora antes de que comenzara la función, encontré uno. De manera que, momentos antes de la presentación, estaba yo en un dentista de la clínica Angloamericana tratando de que me reconstruyera el diente que se me había caído, lo que hizo con una gran habilidad. Gracias a este dentista, por suerte, pude llegar a tiempo y con la fachada reparada. (Risas). Esa es una situación ribeyriana, como podrá ver, digna de un personaje mío. (Carcajada general).

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