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Jueves 05 de enero 2012

Afganistán y la maldición de ser mujer

Por: Sergio Paz Murga
Afganistán y la maldición de ser mujer
Foto: Time Magazine

Poco después de los atentados terroristas del 11-S cuando EEUU invadió Afganistán para derrocar al régimen integrista talibán, una ola de esperanza se apoderó de millones de mujeres que veían en la guerra el fin de un terrible infierno.

Hasta ese momento, las afganas habían soportado décadas de un sistemático maltrato físico y emocional en el que los hombres las veían como poco menos que cosas.

“EEUU está comprometido con el pueblo afgano y, sobre todo, con sus mujeres que exigen un trato digno”, fueron algunas de las palabreas del entonces presidente norteamericano George W. Bush.

Al principio se pensó que la presencia de miles de soldados de la alianza internacional y la huida de los talibanes daría el valor a las mujeres para liberarse del odiado burka, la túnica que les cubría por entero de la cabeza a los pies.

Incluso, hubo algunos soñadores que creyeron  que cambiando las leyes nacionales las mujeres podrían disfrutar de la noche a la mañana de mayores libertades y derechos, una prerrogativa exclusiva de los hombres afganos musulmanes.

Lo cierto es que poco ha cambiado en el antiguo territorios de los mulás. Ni los esfuerzos políticos y económicos de Washington han podido luchar contra un patriarcado de siglos y un salvajismo heredado por tres décadas de guerra interna.

El fundamentalismo islámico siempre ha estado presente en la historia afgana, pero en la década de los sesenta el país inició un histórico proceso de inclusión en el que era común que las mujeres tuvieran trabajo, educación y representación en el gobierno.

Luego vino la invasión soviética, la aparición de los muyahidines, los señores de la guerra y los talibanes. Con los últimos, las mujeres fueron  relegadas al último escalón de la sociedad, en nombre de Alá.

Estaban prohibidas de trabajar, salir solas a las calles a menos que fuera en compañía de su marido o algún familiar, no podían cantar, ni bailar, usar maquillaje o ver a un médico, ni siquiera tomarse fotografías. 

Historias de horror

Con la liberación promovida por EEUU algunas cosas cambiaron. Las mujeres se atrevieron a salir de sus casas y volvieron a sus puestos de trabajo en las grandes urbes, pero en los pueblos del interior continúan aplicando la “sharia” o ley islámica.

Los medios occidentales cuentan historias horrorosas de abusos a niñas de ocho años que son vendidas a hombres que les triplican la edad, todo porque el Corán, según los jefes tribales, lo permite.

Casos sobran. Por ejemplo, el de Sahar Gul, quien a los 14 años fue vendida por US$ 5,000 por su propio hermano a un hombre de 30 años.

Desde el comienzo fue encerrada en un sótano, torturada y apaleada por su pareja y familia política por negarse a tener relaciones sexuales con lo invitados que llegaban a su hogar, en la provincia norteña de Baghlan.

También está el caso de “Gulnaz”, una mujer que fue violada por el primo de su esposo y fue sentenciada a 12 años de cárcel por el cargo de “adulterio”. El presidente del país, Hamid Karzai, le conmutó la pena pero con la condición de que se casara con su agresor, ya que su marido había muerto.

Lo más seguro es que si  “Gulnaz” se negaba, la familia, sea de ella o la del violador, tendría carta libre para darle un tiro en la cabeza por “prostituta”.

Los responsables del crimen podrían ir a juicio pero es poco probable que a la cárcel. Y es que en el Afganistán del siglo XXI, las mujeres carecen de una verdadera protección legal.

Un reciente informe de Oxfam reveló que el 87% de las mujeres afganas ha sufrido violencia física, sexual o sicológica y que menos del 5% logra algún tipo de reparación.

El caso de Sahar Gul, además, le pone rostro a la fría estadística de la ONU que registró 1,026 casos de violencia contra la mujer en los últimos tres meses del 2011, que van desde brutales golpizas y mutilaciones, hasta desfiguraciones con ácido.

“El gran problema de las mujeres es el trato inhumano que reciben. Nadie las protege de la violencia”, afirma pesimista Fatana Ishaq Gailani, premio Príncipe de Asturias de la Concordia 1998.

“La situación de la mujer en Afganistán es un infierno. Muchas optan por el suicidio para escapar de la violación legalizada en la que se han convertido sus matrimonios”, declara también Malalai Loya, de 35 años y una de las 64 diputadas del Parlamento.

Avances insuficientes

La política asegura que en 10 años del comienzo de la guerra las mujeres han tenido avances pero han sido insuficientes, considerando que es EEUU, el paladín de las libertades, el que lidera los operativos y la reconstrucción del país.

Loya señala que es un paso importante que las mujeres tengan representación en el Congreso, pero de qué vale si apenas las dejan hablar. Ella ha sido amenazada de muerte cinco veces y no es la única.

Se hacen colegios pero el 95% de las niñas que comienzan la primaria no terminan la secundaria –apenas el 13% de las afganas está alfabetizada–, se habla de democracia pero la participación femenina en las elecciones es casi nula.

El gobierno afgano destaca el respeto a las mujeres pero fue el propio presidente Karzai el que promulgó la Ley Chiìta de la Familia, que incluía la autorización del matrimonio a adolescentes de 14 años y el derecho de los maridos a forzar a sus esposas si estas no accedían a sus deseos sexuales.

Hubo indignación mundial y al mandatario no le quedó otra que rectificar: Subió la edad a 16 años  y se cambió el forzamiento a dejarlas con hambre.

Mientras, el gobierno de Barack Obama gasta miles de millones de dólares en el conflicto afgano, la mayoría en municiones y equipamiento militar, pero muy poco en infraestructura civil y programas de educación, eso se lo deja a Karzai y su gente.

Sin embargo, con un Estado lento e incompetente que tiene muy poca presencia en las provincias se deja a los poblados aplicar la sharia en cuestiones de la vida cotidiana.

“Tenemos un gobierno corrupto que lo único que ha hecho es legalizar la tradición. Vivimos en una cultura de la impunidad”, señala también la diputada Fawzeja Kofi.

Solo las ONG y algunas instituciones de las Naciones Unidas luchan por crear conciencia sobre los derechos de género.  “Karzai está en otra cosa, mientras nosotros sufrimos”, agrega.

Efectivamente, el mandatario afgano, quien es considerado un político débil y que favorece la corrupción, ve cómo su país se ha vuelto el principal productor de opio y heroína en el mundo, con más de 10,000 toneladas al año. Un negocio que da miles de millones de dólares de ingresos a los “señores de la guerra” –sus enemigos políticos– que controlan grandes territorios  del país.

“¿Qué las mujeres afganas tienen una esperanza de vida de apenas 43 años?”. Eso no parece importar a Karzai y mucho menos si existe la posibilidad de que EEUU saque sus tropas del país en el 2014. O quizá peor, que entable negociaciones con los talibán para firmar una paz a todas luces pírricas. 

En ambos casos, el futuro de las mujeres afganas es incierto, por no decir negro.

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