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Domingo 15 de enero 2012

Judíos ultraortodoxos: Fe e intolerancia (II)

Por: Sergio Paz Murga
Judíos ultraortodoxos: Fe e intolerancia (II)
Foto: Diario Haaretz

La relación en Israel entre los ultraortodoxos y sus hermanos judíos de otras tendencias –laicos, tradicionalistas, reformistas, etc– siempre ha sido difícil y tensa. Los separa no solo la manera en que viven su fe, sino también concepciones culturales, sociales y hasta políticas que convierten a los jaredíes en personajes únicos. Echemos un vistazo a alguna de estas características.

Un fenómeno reciente. Contra lo que pueda pensarse, los jaredíes son un fenómeno reciente dentro del pueblo judío que tiene, en general, antecedentes históricos de más de cuatro mil años de antigüedad. Antes hubo escuelas más conocidas como los fariseos, los saduceos y los esenios, pero en el siglo XIX surgió dentro de las comunidades centroeuropeas un movimiento que renegó de la modernidad occidental y los intentos del judaísmo por reformarse o, en el peor de los casos, asimilarse.

Durante estos dos siglos de existencia, los jaredíes han luchado por salvaguardar la tradición milenaria judía por lo que le ponen mucha importancia al estudio y la lectura diaria de la Torah –los cinco primeros libros de la Biblia– y el Talmud.

En general, los jaredíes creen que el mundo que los rodea es una fuente permanente de perversión por lo que rechazan muchas cosas que pueden ser comunes estos días: la televisión, el internet y la publicidad. Según ellos, estas tres cosas trasmiten valores como la independencia del individuo, el relativismo ideológico o la igualdad de los sexos que alejan al hombre de la presencia de Dios.

Es por esta mentalidad que los ultraortodoxos prefieren vivir en barrios separados, cumpliendo sus propias leyes de inspiración divina. Lo hicieron en Europa –antes de ser casi extinguidos por la locura del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial (1939/45) – y lo hacen en algunas localidades de EEUU –sobretodo Nueva York–, el norte de Europa e Israel.

Choque cultural. Es en Israel en donde los ultraortodoxos tienen cada vez más roces con la población que no comparte la manera tan radical de vivir el judaísmo. La mayoría de los israelíes ve a los jaredíes como seres estancados en el tiempo y que llevan la separación de sexos a niveles medievales.

Por ejemplo, en Jerusalén, en donde hay una gran presencia de ultraortodoxos, las mujeres han iniciado una lucha por volver a espacios como la publicidad, en el que poco a poco han quedado relegadas.

Muchas agencias publicitarias han eliminado las imágenes femeninas por temor a ser hostigadas por los jaredíes que creen que “mostrar las caras de las mujeres en carteles y paneles es una falta de modestia y una vergüenza”. Ese problema es casi inexistente en la liberal Tel Aviv.

Otro lugar de desencuentro es el Ejército, una de las instituciones más prestigiosas del país. Durante décadas el gobierno ha hecho esfuerzos para que los ultraortodoxos cumplan el servicio militar, pero ahora que algunos aceptaron vestir el uniforme comenzaron a erosionar la convivencia en las Fuerzas Armadas.

La prensa ha hecho eco de algunas denuncias de mujeres soldados que fueron hostigadas por sus compañeros jaredíes por algo tan banal como cantar –oír entonar una melodía a una mujer es pecado–. Según la televisión, algunos altos mandos decidieron recientemente acomodar en una ceremonia a la tropa femenina lejos de la masculina y ocultarlas con unas cortinas por si alguna se le ocurría cantar. Las mujeres, indignadas decidieron abandonar el recinto.

El malestar ha alcanzado tal nivel que unos 19 ex generales enviaron semanas atrás una carta al actual ministro de Defensa, Ehud Barak para que haga respetar los derechos de las mujeres frente a un sector de la población religiosa.

Los militares resaltaron que el servicio conjunto e igualitario de hombres y mujeres constituye la base de un Ejército popular y ciudadano que ha hecho posible la existencia del Estado israelí moderno. Un Estado, por cierto, al que muchos religiosos radicales rechazan o ven con recelo. 

Estado y sionismo. Otras de las ideas erradas que hay en el mundo es que los judíos siempre han aceptado al Estado de Israel. Sin embargo, la relación que llevan los jaredíes y el sionismo es tan difícil que entre ambos bandos se acusan, muchas veces, de traidores a la causa judía.

Por un lado está el sionismo, un movimiento político que surgió en el siglo XIX para luchar por el restablecimiento de una patria para el pueblo judío. Sus dirigentes creyeron que solo el activismo político, militar y económico sería capaz de construir lo que después fue el Estado moderno de Israel.

Los ultraortodoxos, en su mayoría, creen que esto es una rebelión contra Dios y que solo el Mesías puede venir a crear el reino de Israel. Ahora podemos entender por qué el rabino Moshé Hirsch, líder ultraortodoxo del movimiento Neturei Karta, se reunía con el dirigente palestino Yasser Arafat, quien lo nombró “asesor para asuntos judíos”.

Hirsch se refería a Israel como el “territorio palestino ocupado” y hasta envió en el 2006 a una delegación para entrevistarse con el presidente iraní Mahmud Ahmadinejad, conocido por sus amenazas de querer borrar a Israel del mapa y negar el Holocausto.

Ante un hecho consumado, algunos jaredíes aceptan de forma crítica la existencia de Israel y, más aun, cuando a pesar de su actitud el Estado los premia con subsidios y otros privilegios.

En Israel, los jaredíes están exentos –como los árabes– del servicio militar obligatorio, pagan menos impuestos, tienen más facilidades para conseguir una vivienda y hasta se les da dinero por no trabajar. Lo único que se les pide es avocarse al estudio de la Torah.

La situación ya está dejando serias secuelas sociales y económicas. Al negarse a trabajar, los ultraortodoxos cobran un subsidio de desempleo indefinido y que supone una fuerte carga para las finanzas del Estado y los israelíes seculares.

El monto mensual no es mucho lo que agrava la situación al tener cada familia un promedio de ocho a diez hijos. El resultado es desolador: Más del 60% de los ultraortodoxos vive por debajo del umbral de la pobreza.

Ni siquiera sus hijos pueden retribuir en algo al Estado israelí. Se calcula que el 70% de las horas que dedican los niños a la escuela se va en estudios religiosos, y el 30% en estudios seculares, que incluyen matemática y hebreo. No hay historia, inglés, ciencias u otras materias laicas que contradigan las explicaciones divinas.

En un país como Israel, en donde las ciencias y la tecnología marcan la pauta a nivel mundial, tener un segmento de la población que es completamente ignorante, es frustrante e indignante. 

La situación no tiene visos de solución pues los jaredíes se han organizado en partidos políticos que tienen –por su peso demográfico– gran influencia en la toma de decisión de las autoridades nacionales. Si les quitan sus privilegios, ellos le retiran su apoyo en el Parlamento.

Lo que es peor, se estima que para el 2050, los jaredíes serán el 30% de la población. Una minoría tan importante que transformaría el perfil de Israel, de un país moderno y democrático, a una nación más integrista y segregacionista.  Para horror de la memoria de Ben Gurión. 

En conclusión, la sociedad israelí se encuentra en una disyuntiva sobre cómo actuar con un grupo que está mostrando una faceta desconocida del país que pesa no solo socialmente, sino económicamente.

¿Están los israelíes dispuestos a confrontar a los jaredíes sin sentir culpas internas o conflictos religiosos? Aun está por verse.

Sin embargo, sería bueno recordar que Israel es el hogar de todos los judíos –laicos y religiosos, reformistas y tradicionalistas, creyentes o agnósticos– y que lo único que desean es vivir en paz y sin discriminaciones, algo que 19 siglos no se les permitió. No es momento de echarlo a perder.

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