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Domingo 22 de enero 2012

Gabriel García Márquez: sobre sus escritos y otras debilidades (Parte II)

Entrevista realizada por Rita Guibert y publicada en Siete voces, México 1974
Gabriel García Márquez: sobre sus escritos y otras debilidades (Parte II)
foto: telegraph.co.uk

¿Nunca se te ha ocurrido que podrías ser actor?

Tengo una inhibición terrible frente a las cámaras y al micrófono. En todo caso sería el autor o el director.

Has dicho en una oportunidad: “Yo soy escritor por timidez. Mi verdadera predisposición es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura. En mi caso ser escritor es un hecho descomunal porque soy muy bruto para escribir.”

Qué bueno que me leas eso. Eso de que mi verdadera vocación es la de ser prestidigitador corresponde de exactamente a todo lo que te he dicho. Me encantaría tener éxito en los salones contando cuentos, como el prestidigitador lo tiene sacando conejos de un sombrero.

¿Cuesta mucho trabajo el proceso de escribir?

Muchísimo trabajo, cada vez más. Cuando digo que soy escritor por timidez es porque lo que debería hacer es llenar esta sala, salir y contar el cuento, pero mi timidez no me lo per mite hacer. Todo lo que hemos hablado yo no podría hacerlo si hubiera dos personas más en la mesa. Tengo la impresión que no controlaría la audiencia. Entonces, lo que quiero contar, lo hago escrito, solito en mi cuarto, y con mucho trabajo. Es un trabajo angustioso pero sensacional. Vencer el problema de la escritura es tan emocionante y alegra tanto que valía la pena todo el trabajo; es como un parto.

Después de tu primer contacto en 1954 con el Centro Cinematográfico Experimental de Roma has escrito guiones y dirigido películas. ¿No te interesa más ese medio de expresión?

No, porque el trabajo en cine me reveló que lo que el escritor logra contar es muy poco. Inciden tantos intereses, tantos compromisos, que al final queda muy poco de la historia original. En cambio yo me encierro en un cuarto y escribo exactamente lo que me da la gana. No tengo que tener un editor queme dice “quíteme este personaje o episodio y póngame otro”.

¿El impacto visual del cine no es mayor que el de la literatura?

Creía que sí, pero me di cuenta que el cine se limita. Ese alcance visual es una desventaja con respecto a la literatura. Es tan inmediato, tan contundente, que es muy difícil que el espectador vaya más allá. En literatura uno puede llegar mucho más lejos y dar al mismo tiempo un impacto visual, auditivo, y de toda índole.

¿No piensas que la novela va a desaparecer?

Si desaparece es porque desaparecerá quien la escriba. Es difícil imaginar una época de la historia de la humanidad en que se hayan leído tacitas novelas como en esta. Se publican novelas completas en todas las revistas —masculinas y femeninas—, en los periódicos; y para los niveles casi analfabetos hay las dibujadas que son la apoteosis de la novela. Lo que podríamos empezar a discutir es sobre la calidad de las novelas que se están leyendo, pero eso ya no tiene nada que ver con el público lector, sino con el nivel cultural que el estado le ha dado. Vol­viendo al fenómeno de Cien años de soledad —que no quiero saber a qué se debe, ni quiero analizarlo, ni que me lo analicen por ahora— sé de lectores —gente sin preparación intelectual— ­que han pasado del “comic” a ese libro y lo han leído con el mismo interés que las otras cosas que le presentan porque lo menosprecian intelectualmente. Son los editores que, pensando en un público de cierto nivel, publican cosas de muy baja calidad literaria, y lo curioso es que ese nivel también consume libros como Cien años de soledad. Por eso pienso que hay un auge de lectores de novela. Se leen novelas en todas partes, a todas horas, en todo el mundo. El cuento contado seguirá interesando siempre. El hombre llega a su casa y se pasa contando a su mujer lo que le pasó, o lo que no le pasó, para que su mujer le crea.

¿Tienes un método para escribir la novela?

No siempre el mismo, tampoco para buscarla. El hecho de escribirla es lo menos problemático e importante. Es conseguir armarla y tenerla resuelta de acuerdo a como la veo.

¿Podrías discernir si es análisis, experiencia o imaginación lo que determina ese proceso?

Si tratara de hacer ese análisis creo que perdería mucha espontaneidad. Cuando quiero escribir algo es porque siento que eso merece ser contado. Más aún, cuando escribo un cuento es porque a mí me gustaría leerlo. Lo que pasa es que me siento a contarme un cuento. Ese es mi sistema de escribir, pero si es más intuición, experiencia o análisis, tal vez tenga una sospecha de cómo es, pero evito profundizar mucho en esto porque siempre trato —ya sea por mi personalidad y por mi sistema de escribir— de defenderme de la mecanización de mi trabajo.

¿Cuál es el punto de partida de las novelas?

Una imagen que es totalmente visual. Imagino que hay escritores que empiezan con una frase, una idea o un concepto. Yo sólo parto de una imagen. El punto de partida de La hojarasca es un viejo que lleva a su nieto a un entierro; El coronel no tiene quien le escriba, un viejo esperando; el de Cien años, un viejo que lleva a su nieto a un circo para conocer el hielo.

Todas empiezan con un viejo...

La imagen protectora de mi infancia era un viejo; mi abuelo. A mí no me criaron mis padres, ellos me dejaron en casa de mis abuelos. Mi abuela me contaba cuentos y mi abuelo me llevaba a ver cosas. Entre eso se fue haciendo mi mundo. Ahora me doy cuenta que siempre veo la imagen de mi abuelo mostrándome cosas.

¿Cómo se desarrolla esa primera imagen?

La dejo cocinando, no es un proceso muy consciente. Todos mis libros los he pensado por muchos años. Cien años por 15 o 17 años, y el que estoy escribiendo lo empecé a pensar hace mucho tiempo.

¿Cuánto tiempo lleva escribirlos?

Es más bien rápido. En menos de dos años —que creo es buen tiempo— escribí Cien años de soledad. Antes escribía siempre cansado, en las horas libres que me dejaba otro trabajo. Ahora, ya que no tengo la presión económica y no tengo nada más que hacer que escribir, quiero darme el lujo de hacerlo cuando quiero, por impulsos. El libro del viejo dictador que vive 250 años lo estoy trabajando de otro modo, dejándolo para ver por dónde se va él solo.

¿Corriges mucho lo que escribes?

He ido cambiando. Mis primeras cosas las escribía de un solo tirón y después corregía mucho sobre el papel, sacaba copias, volvía a corregir. Ahora me queda algo que creo es un vicio. Voy corrigiendo línea por línea a medida que voy trabajando, de manera que cuando termino una hoja ya estás casi lista para el editor. Si tiene una mancha o una equivocación ya no me gusta.

No puedo creer que seas tan ordenado...

 ¡Terriblemente! No puedes imaginar la limpieza de esas hojas. Además, tengo máquina de escribir eléctrica. En lo único que soy ordenado es en el trabajo, pero es un problema casi sentimental. La hoja que acabo de terminar está tan bonita, tan limpia, que da lástima dañarla con una corrección. Pero, dentro de una semana ya no la quiero mucho —la que quiero es la que estoy trabajando— y entonces puedo corregirla.

¿Y las galeradas?

En las de Cien años cambié solamente una palabra, aunque Paco Porrúa, director literario de Sudamericana, me dijo que cambiara todo lo que quisiera. Creo que lo ideal sería escribir un libro, imprimirlo y después corregirlo. Cuando uno manda algo a la imprenta y después lo lee impreso es como si hubiese dado un paso adelante o atrás, que es importantísimo.

¿Lees los libros una vez publicados?

Cuando llega el primer ejemplar cancelo todo lo que tenga que hacer y me siento —pero inmediatamente— a leerlo todo. Ya es otro libro distinto del que conozco porque se ha establecido una distancia entre el autor y el libro. Esa es la primera vez que lo leo como lector. Esas letras que están ahí va no son las de mi máquina de escribir, no son mis palabras, son otras que andan en otro mundo y que no me pertenecen. Después de esa primera lectura no he vuelto a leer jamás Cien años de soledad.

¿Cómo y cuándo determinas el título?

El libro encuentra su título tarde o temprano. Es algo a lo que no le doy mucha importancia.

¿Comentas con tus amigos lo que estás escribiendo?

Cuando cuento algo es porque no estoy muy seguro de eso y generalmente no queda en la novela. Siento, por la reacción del que está escuchando —no sé por qué raro conducto eléctrico— si va a funcionar o no. Aunque sinceramente me diga “estupendo, sensacional”, hay algo en sus ojos que me está diciendo que eso no sirve. En la época en que estoy trabajando en una novela les doy a mis amigos una tabarras que no te imaginas. Tienen que aguantarse todo eso y después se llevan una sorpresa cuando leen el libro —como los que estuvieron conmigo mientras escribía Cien años— porque no encuentran ninguno de los episodios que les conté. Les había hablado del material de desecho.

¿Piensas en el lector?

En cuatro o cinco personas determinadas, que es el público que yo me nombro cuando estoy escribiendo. Pensando en lo que pueda gustarles o molestarles voy poniendo o sacando cosas y así voy armando el libro.

¿Acostumbras guardar el material que se ha ido acumulando en la preparación?

No guardo nada. Cuando la editorial me comunicó que recibió mi primer manuscrito de Cien años de soledad, Mercedes me ayudó a tirar un cajón con notas de trabajo, gráficos dibujos, memorándums. Lo tiré, no sólo para que no se sepa cómo está hecho el libro (eso es absolutamente privado) sino porque ese material se vende. Venderlo es como vender mi alma y no voy a permitir a nadie, ni siquiera a mis hijos, que lo hagan.

¿De lo que has escrito qué es lo que más prefieres?

La hojarasca, el primer libro que escribí. Creo que de ahí parte mucho de lo que hice después. Es el más espontáneo, el que está escrito con más dificultades, con menos recursos técnicos. Sabía entonces menos astucias, menos porquerías de escritor. Es un libro que lo encuentro bastante torpe, bastante indefenso, pero completamente espontáneo y de una sinceridad tan bruta que ya no la tienen los demás. Yo sé hasta qué punto La hojarasca sale de las tripas al papel. Los demás también salen de las tripas, pero ya hay un aprendizaje..., se los elabora, se los cocina, se les echa sal y pimienta.

¿Cuáles son las influencias de las que eres consciente?

El concepto de influencia es un problema para los críticos. Yo no lo tengo muy claro, no sé exactamente lo que quieren decir. Considero que influencia fundamental en mi literatura es La metamorfosis de Kafka, aunque no sé si los críticos al analizar mi obra encuentran una influencia directa incorporada en los libros. Yo recuerdo el momento en que compré el libro y cómo a medida que lo iba leyendo me iban dando muchos deseos de escribir. De esa época —por el año 1946, cuando terminé el bachillerato— vienen mis primeros cuentos. Probablemente una vez que le diga esto al critico —ellos no tienen un detector, necesitan que el propio autor le dé ciertos elementos— encuentre la influencia. Pero, ¿qué clase de influencia? Me hizo dar ganas de escribir. Influencia decisiva, y eso talvez se note más, es Edipo rey. Es una estructura perfecta donde el investigador descubre que él mismo es el asesino; una apoteosis de perfección técnica. La de Faulkner lo han dicho todos los críticos. Yo lo acepto, pero no como lo creen ellos, que lo ven como un autor que lee Faulkner, lo asimila, se siente impresionado y consciente o inconscientemente, trata de escribir como él. Eso es más o me­nos lo que yo entiendo, rudimentariamente, como una influencia. La que yo reconozco de Faulkner es completamente distinta. Nací en Aracataca, región bananera donde estaba la United Fruit Company. Es en esa región en la que la Fruit Company construye pueblos, hospitales, sanea ciertas zonas; donde me crío y tengo mis primeras experiencias. De pronto, muchos años después, leo a Faulkner y encuentro cómo todo ese mundo —el de la gente del Sur de los Estados Unidos del que él habla— se parece al mundo mío, que está hecho por la misma gente. Además, cuando después viajo por el Sur de los Estados Unidós compruebo —en esos caminos polvorientos y calurosos, en la misma vegetación, en los árboles, en las mansiones— la analogía de los dos mundos. No hay que olvidar olvidar que Faulkner de algún modo es un autor latinoamericano. Su mundo es el del Golfo de México. Lo que yo he encontrado son afinidades de experiencias, que no son tan disparatadas, como podría parecer a primera vista. Bueno, ese tipo de influencia, por supuesto que sí, pero es muy distinta a la que señalan los críticos.

¿Qué libros lees ahora?

No leo prácticamente nada, ya no me interesa. Leo reportajes y memorias la vida de hombres que han tenido poder, memorias y confidencias de secretarias, aunque sean falsas— como interés profesional para el libro que estoy haciendo. Mi problema es que soy —y siempre he sido— muy mal lector. Donde un libro aburre ahí lo dejo. No leo ni por respeto, ni por devoción, ni ni por obligación. Cuando niño empecé a leer Quijote, me aburrió, lo dejé por la mitad. Después lo volví a leer y releer pero porque me gustó, no por ser un libro obligatorio. Ese ha sido mi método de lectura y al escribir tengo el mismo concepto. Estoy siempre con el terror de cuál es la página en la que el lector se va aburrir y va a tirar el libro. Trato entonces de que no se aburra y que no me haga lo mismo que hago a los otros. Las únicas novelas que leo ahora son las de mis amigos porque me interesa saber que están haciendo, pero no por un interés literario. Durante muchos sañas lei devoré, muchas novelas, spobre todo las de aventuras donde pasan muchas cosas,pero nunca tuve un método de lectura. Como no tenia medios económicos para comprar libros leía lo que me caía en las manos, libros que me prestaban mis amigos que eran casi todos profesores de literatura o gentes que estaban en esto. Lo que siempre leí, casi más que novelas, es poesía. En realidad empecé por la poesía, aunque no he escrito poesía en verso, y siempre trato de buscar soluciones poéticas. Creo que mi última novela es un larguísimo poema sobre la soledad de de un dictador.

¿Te interesa la poesía concreta?

Ya perdí de vista la poesía. No sé exactamente por dónde van, qué están haciendo, o qué quieren hacer los poetas. Pienso que es importante que se hagan toda clase de experimentos y que se busquen nuevos caminos de expresión, pero es muy difícil juzgar algo en el proceso de experimentación. A mí no me interesan. Los medios de expresión que quería tener ya los tengo resueltos y no me puedo meter ahora en otras cosas.

Has mencionado que siempre escuchas música...

Me gusta mucho más que todas las demás manifestaciones del arte, aún más que la literatura. Cada día que pasa la necesito más y tengo la impresión de que actúa en mí como una droga. Cuando viajo siempre llevo conmigo una radio portátil con auriculares y tengo el mundo medido por los conciertos que puedo escuchar; de Madrid a San Juan de Puerto Rico se oyen exactamente las Nueve Sinfonías de Beethoven. Recuerdo que viajando con Vargas Llosa en tren por Alemania —un día de mucho calor y que estaba de muy mal humor—, en un momento, tal vez inconsciente, me aislé para escuchar música. Mario me dijo después: “es increíble, te ha cambiado el humor, te has tran­quilizado.” En Barcelona, donde donde tengo la oportunidad de tener un equipo completo, me ha pasado, en días en que estaba muy deprimido, de escuchar música desde las dos de la tarde hasta las cuatro de la mañana sin moverme. Mi pasión por la música es como un vicio secreto del que casi nunca hablo. Forma parte de lo más profundo de mi vida privada. Yo, que no tengo nin­gún apego a los objetos —los muebles y cosas de la casa no los considero míos sino de mi mujer y de mis hijos—, lo único que quiero son los aparatos de música. La máquina de escribir la necesito, pero por mí la tiraría. Tampoco tengo biblioteca. Libro leído lo tiro, lo voy dejando por todas partes.

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