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Martes 31 de enero 2012

Carta de Eduardo González Viaña a su amada Nancy

Por: Eduardo González Viaña
Carta de Eduardo González Viaña a su amada Nancy
Foto: fotolog.com

Las diversas religiones nos enseñan que la muerte es apenas sueño. Por eso, cuando se queda dormida una persona como nuestra amada Nancy, recurrimos a todos los medios para sentirnos seguros de que eso es verdad, y de que ella permanece entre nosotros.

Ese es el motivo por el cual hoy, en vez de tan sólo llorarla, hacemos una celebración de todo lo que ella va a dejar entre nosotros, la bendición de su presencia y los momentos encantadores en que estuvimos juntos.
Para mi, ella va a significar siempre las citas en la plaza de armas de Trujillo y las largas caminatas hacia el mar y el crepúsculo así como la exultante comprobación de que estábamos vivos y de que teníamos 20 años. Dos o tres meses después de conocernos, nos casamos.

La veo y la veré en el recuerdo de aquellos días en el momento en que juntos tomamos la decisión de que nuestro hijo tuviera cinco nombres. El primero, por su padre y su abuelo. Luis Felipe por el héroe De la Puente Uceda. José Carlos por Mariátegui y por nuestra convicción compartida de que el socialismo es, mucho más que un sistema, una forma ética de vivir y de soñar.

Muy próximos a los años setentas, se dudaba entonces sobre si era necesario circuncidar a nuestro bebé. El ginecólogo, formado en los Estados Unidos, recomendaba esa práctica milenaria del pueblo judío, y pedía nuestra decisión con urgencia. Nancy y yo lo decidimos positivamente, pero no fueron los argumentos científicos los que nos convencieron. En verdad, dimos la orden de que nuestro hijo varón fuera circuncidado por que-ante el recuerdo feroz del holocausto-queríamos que él estuviera siempre del lado de los que sufren prisión y persecución por la justicia.

Recuerdo bien la frase de Nancy en esa ocasión: "No te preocupes. Le hemos hecho un corazón sensible, y toda su vida será solidario, y estará junto a los que padecen.”

Teníamos ambos 23 años, y en los momentos en que debí asumir una misión peligrosa por amor a nuestro pueblo y a la justicia social, Nancy estuvo por completo de mi parte y asumió con entereza la parte del sacrificio que le correspondía.

Tenía ella la herencia de su padre, don Clodomiro, quien todavía adolescente llevaba víveres y pertrechos a los héroes maravillosos de la revolución de Trujillo en 1932. Nonagenario él en estos días está escribiendo un libro sobre esa epopeya. Quiero agradecerle por su ejemplo que le dio un corazón tan especial a Nancy.

Como suele ocurrir en las historias de amor, Nancy y yo nos separamos hace ya mucho tiempo. Sin embargo, poco ha cambiado. Estoy seguro de que, gracias a ella, nuestros hijos entienden ahora de que en los divorcios no hay necesariamente una persona mala.

En los últimos tres años- que duró su cáncer- nos vimos con frecuencia y aprendimos a ser buenos amigos. Hemos hablado de nuestros hijos, de nuestros amigos, de nuestros familiares y de nuestra patria, pero jamás tocamos el tema de la muerte porque nunca estuvimos seguros de que aquella existiera. El mes pasado vine al Perú, y juntos reímos de todo. Un día antes de que fuera anunciada su desaparición, conversamos por teléfono y, como siempre, me habló con bromas y tomaduras de pelo.

Su abnegación y su dulzura han edificado la personalidad de Eduardo, sociólogo en Nueva York, y de Ginebra, que es una joven antropóloga. No creo que ellos- que llevan su espíritu y su parecido físico- la sientan ausente a partir de ahora. Estoy seguro de que la van a sentir presente y a su lado todos los días que les restan.

Quisiera saber cómo fue el momento en que Nancy se fue de aquí. La imagino abriendo la ventana de su cuarto en el hospital y dando un salto para caminar entre las nubes, ella que fue siempre un pájaro caminante.
Así es, y así ha de ser ahora que ya es suya la vida eterna.

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