En estos tiempos se dice mucho en favor de la tolerancia, aunque el asunto no es nada nuevo y atrajo hace siglos el interés de importantes pensadores como Voltaire (1694-1778), para quien la tolerancia “es la consecuencia necesaria de la comprensión de que somos personas falibles: equivocarse es humano y todos nosotros cometemos continuos errores. Por lo tanto, dejémonos perdonar unos a otros nuestras necedades. Esta es la ley fundamental del derecho natural.”
Más allá de esta propuesta convivencial y precursora del filósofo francés, el concepto ha ganado importancia con el paso del tiempo y hoy es un valor social del que es imposible sustraerse. Se podría decir que hoy se DEBE tolerar a los demás porque tienen derecho a ser como son y porque la convivencia exige una suerte de horizontalidad en las relaciones entre las personas. Incluso se ha abierto una discusión en torno a una posible imperfección del concepto, pues hay quienes creen que se puede interpretar como “no me queda más remedio que tolerarte”. Y otros agregan con ironía: “…. pese a mi superioridad”.
Quizás resulte más categórico identificar la antípoda o el antivalor en juego: la intolerancia. La intolerancia es esa incapacidad para respetar las diferencias. Es aquella ceguera mental egocéntrica que provee a los hombres de la imposibilidad de comprender a los demás en su forma de pensar, de creer y de actuar. Parece ser ella la generadora principal de la violencia en todas sus formas, comenzando por la discriminación y sus múltiples expresiones (xenofobia, racismo, exclusión social, sectarismo, homofobia y más).
Aquella idea de que “tanto los individuos como los grupos alcanzan una superioridad moral por ser tolerantes” es convincente y enaltecedora. Sin embargo, en plena conciencia de lo que se obtiene cuando se opta por la tolerancia o, quizás mejor, cuando se repudia la intolerancia, es saludable intentar el establecimiento de algunas reflexiones complementarias.
Una de ellas corresponde a que sí se puede y se debe ser intolerante con la intolerancia. No es un juego de palabras. En la tolerancia no podría haber sitio para nazis o terroristas, o para fanáticos de cualquier estirpe (casi agrego: incluyendo el fútbol), por ejemplo.
La otra reflexión tiene que ver con algo más frecuente y, quizás por ello, más desapercibido. ¿Debiéramos tolerar la grosería, la vulgaridad?
Cuando la TV nos ofrece programas que optan por satirizar a los homosexuales o zaherir a los enanos para hacer reír, somos libres de cambiar de canal. Pero, aunque pudiéramos hacer lo mismo, no es ése el caso de los programas noticiosos. Poseer información es una necesidad ciudadana y tenemos derecho a buscarla y que nos la brinden adecuadamente. Entonces, ¿ será “noticia” que una señora ya entrada en años, bailarina ella y ocasional “política”, salga por las calles “buscando novio”, apelando a su decadente “voluptuosidad” y a un lenguaje procaz, vulgarísimo, del más triste “doble sentido”? ¿No merecen algún respeto los niños y niñas que logran ver esas “noticias”, que no se propalan en horario de protección al menor”?
Sin mojigatería alguna, no nos pidan que en nombre de la tolerancia debamos soportar estos atentados contra la decencia. La búsqueda de un mejor futuro pasa por brindar batallas contra la estupidez.