En el siglo XI la Iglesia ha caído en manos de los grandes señores feudales y el clero desprovisto de toda independencia. Pese a que las leyes canónicas disponen lo contrario, los Papas son designados por los príncipes italianos y el Emperador. Mientras, los obispos son elegidos e investidos por los reyes o sus grandes vasallos. Así, los señores laicos del medioevo tienen como su feudo los cuantiosos bienes de los obispados y las abadías, percibiendo en beneficio propio lo que le corresponde a la Iglesia. Dos Papas ponen punto final a estos abusos. Nicolás II y Gregorio VII. El primero se encarga de hacer elegir al Papa por los curas de Roma y los obispos de las diócesis vecinas: los cardenales. Así, priva al Emperador y a las grandes familias italianas de un derecho que usurpan. Es 1059. En 1075 Gregorio VII da el gran paso por la emancipación de la Iglesia publicando un decreto que prohíbe a todo laico investir a una autoridad eclesiástica. Estalla entonces una lucha por el poder (y el dinero): "La querella de las investiduras" entre el Papa y el Emperador. Por no acatarla, el soberbio Enrique IV del Sacro Imperio Romano Germánico es excomulgado. La situación es inmejorable para sus enemigos alemanes. Convocan a la Dieta Imperial para deponerlo. Enrique desespera. Entonces, en un gesto de audacia, marcha hacia Roma.
Prevenido ante la noticia, el Papa --que cree que Enrique viene por él-- se refugia en el castillo fortaleza de Canosa, en Parma. Sin embargo, muy pronto se develan las intenciones de Enrique. No va a imponer nada al Papa, va a humillarse en peregrinación. Durante tres días y tres noches, entre el 25 y el 28 de enero de 1077, Enrique permaneció en penitencia, helándose de frío, con un descolorido sayal por todo hábito, ante la puerta de la fortaleza, a la espera de ser recibido por el Papa para pedirle perdón. Así el Emperador se rendía ante el Papa. El poder secular había sido derrotado.Anagni.
No será por mucho tiempo. El Papa se juzga superior a todo poder sobre el orbe porque, "¿no es él el que, en Roma, impone la corona al más prestigioso de los soberanos, el Emperador?" Así, en el siglo XIII el Papa se declara vicario de Cristo, "poseedor de las llaves del cielo y el gobierno de la Tierra...establecido por Dios sobre los pueblos y los reinos". De este modo el Emperador y los reyes reciben su poder sólo de él. Se reinicia así una feroz batalla que tiene su corolario en Anagni, cerca de Roma.
Bonifacio VIII es elegido Papa en 1294. No tiene mejor idea que querellar al rey de Francia, Felipe IV, El Hermoso. Encontrará la horma de su zapato. Le reprocha un mal gobierno y amenaza con deponerlo. Pero esta vez la historia será muy distinta que en Canosa. Ante la bula Unam Sanctum, que pretende arrebatarle sus derechos, "El Hermoso" declara hereje al Papa y decide hacerlo juzgar por un concilio. Le encarga a su fiel consejero Guillaume de Nogaret apoderarse de la persona del Sumo Pontífice. Este llega a Anagni, donde se encuentra el Papa, el 7 de septiembre de 1303. Entonces se produce el célebre diálogo: "Eh, hijo mío, ¿quién eres tú –le dice el Papa a Nogaret--, por qué haces tanta tempestad? ¡Ven y ríndeme gracia, que soy tu señor!".
Nogaret responde: "Caballero soy del rey de Francia que sobre todos los reyes tiene el poder más grande. ¿Piensas tú que el rey ha olvidado que le has faltado con tus dichos y palabras? ¿Crees que el rey le teme a tus sermones? El poder del rey es grande y sin límites. Está en todas partes. Estas flores de lis, ¿las reconoces? Eh, clérigo, esta ciudad ya no es tuya. Tú no tienes nada: ¡es del rey!".
Y, entonces, el discurso de Nogaret lo cierra un par de bofetadas de Sciarra Colonna en pleno rostro del Papa. Bonifacio no se recuperará de la impresión. Morirá un mes después. Es la humillación total. El poder espiritual se desgracia.El orgullo precede a la caída. Esa es la lección de Canosa y de Anagni. Una que deberían tener muy presente las dos partes que, hoy en día, pugnan por imponerse la una sobre la otra en la "querella por los estatutos" entre la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Iglesia Católica. Azuzados por los elementos más recalcitrantes de ambos bandos que buscan reeditar un Canosa y un Anagni en el siglo XXI, la Universidad y la Iglesia han llegado ad portas de un divorcio que, en tanto católicos ambos, no debe consumarse jamás.
El Arzobispo de Lima ha pedido perdón y el rector ha depuesto el recelo luego de una larga conversación de regreso de Roma. Allí, la Santa Sede le comunicó a la Universidad la necesidad de adecuar sus estatutos a la Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, que rige a las universidades católicas de todo el mundo. La conversación entre el cardenal y el rector ha sido el primer paso para una reconciliación que todos aquellos que queremos a nuestra universidad estamos esperando.
Sin embargo, esta será una tarea difícil porque los fanáticos están en ambos lados. "Las disculpas del cardenal y su conversación con el rector son accesorias", dice una señorita líder estudiantil. Como todo estudiante, la pobre cree que la universidad empezó y acabará con ella. Su credo no es la autonomía universitaria; es la intransigencia: "no es no". "Prima sedes nemine iudicatur", gritan en el mismo tono los fundamentalistas del otro extremo. Esos son los Anagni y los Canosa; los enemigos que hay que vencer por el bien de la universidad.
La última asamblea parece ir en esa dirección. El rector y la Iglesia tienen una gran responsabilidad histórica, la de liderar un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Universidad e Iglesia tienen mucho que perder y poco que ganar. No olvidemos que, después de todo, las universidades nacieron bajo la protección del Papa contra la férula del rey y los arzobispos. Esa es una gran tradición que no debemos perder: la del honor de ser Pontificia Universidad Católica del Perú.