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Jueves 15 de marzo 2012

El epitafio de Benjamin Franklin

Por: Bruno Moreno Ramos.
El epitafio de Benjamin Franklin
Foto: ojocientifico.com

Los padres fundadores de los Estados Unidos no son santos de mi devoción. La mayoría eran masones y solían vacilar entre el protestantismo (excepto un católico, Charles Carroll) y el deísmo o el agnosticismo. Además, la mayoría tenían esclavos y los tiranizaban sin muchos escrúpulos, en flagrante contradicción con la famosa frase de la Declaración de Independencia: “todos los hombres han sido creados iguales”.

Eran, sin embargo, gente muy interesante. Muchos eran autodidactas, pero contribuyeron de forma significativa a las reflexiones de la filosofía o de la ciencia, como Franklin, que realizó importantes descubrimientos científicos. Crearon la constitución escrita en vigor más antigua que existe y fundamentaron su obra en una creencia firme en la existencia de Dios creador. Todo eso hace que sus vidas sean fascinantes y en ellas se puedan encontrar aspectos muy valiosos, junto con grandes errores. Tanto unos como otros han influido profundamente en las generaciones posteriores.

Traduzco hoy para el blog el epitafio que escribió Benjamin Franklin para sí mismo, cuando tenía sólo 22 años. Para entenderlo, conviene saber que, desde que era un niño, Franklin se había dedicado al oficio de impresor, como aprendiz primero y ya en esta época con una imprenta propia:

EPITAFIO

    El cuerpo de B. Franklin, impresor
    (como la cubierta de un libro viejo,
    con su interior rasgado,
    despojada de su texto y sus dorados),
    yace aquí, como alimento para los gusanos;
    Pero la obra no se perderá,
    Porque (como él creyó) aparecerá de nuevo,
    En una Edición nueva y más elegante,
    Revisada y corregida
    Por el Autor.

Me ha parecido una descripción preciosa de la resurrección de la carne, que es una parte fundamental de nuestra fe. O al menos debería serlo. Yo diría que, a pesar de que la proclamamos en el Credo todos los domingos, hay muchos católicos que no sólo no creen en ella, sino que ni siquiera saben que forma parte de la fe católica. Y la razón es sencilla: no se predica sobre la resurrección de la carne. La mayor parte de las veces, se habla de un genérico “cielo” o de la “otra vida”, pero no de la resurrección del cuerpo. Muchos predicadores se avergüenzan de lo que creemos los católicos y muchos “teólogos” intentan aguar esta fe, hablando de que la resurrección de Cristo fue subjetiva, en la fe de los discípulos o incluso en su memoria. Es curioso que la época teóricamente más materialista de la Historia sea también la más ingenuamente espiritualista y la que más desprecia la materia.

La fe en la resurrección de la carne no es simplemente algo que los católicos debemos defender, sino que más bien es nuestro orgullo y nuestra gloria. Como decían los Padres de la Iglesia, sabemos que nuestros cuerpos resucitarán porque han sido alimentados con la medicina de la inmortalidad, que es la Eucaristía. Hemos participado del cuerpo resucitado y glorioso de Cristo y tenemos la prenda segura de nuestra propia resurrección. Por eso, un católico no abusa de su cuerpo ni del de los demás, no fornica, no se da a la gula, no se suicida, no aborta… porque nuestro cuerpo es Templo del Espíritu Santo, es obra de Dios, está consagrado a él y, un día, resucitará para la eternidad.

Cuando Franklin murió, a los 84 años, no se usó este epitafio para su tumba. No es extraño, pues hacía mucho que ya no era impresor. Además, poco después de escribirlo, Franklin se hizo masón y pasó su vida oscilando entre el deísmo y el cristianismo, como era habitual en los círculos en los que se movía. Un mes antes de morir, le preguntaron sobre la divinidad de Cristo y afirmó: “Al igual que la mayoría de los protestantes no anglicanos de Inglaterra, tengo ciertas dudas sobre su divinidad. Es una cuestión sobre la que no dogmatizo, ya que nunca la he estudiado, y creo que no es necesario que me ocupe ahora de ella, porque espero tener pronto la oportunidad de conocer la Verdad con menos esfuerzo”.

La oración es algo tan maravilloso, que ni el pasado ni el futuro están fuera de su alcance. Propongo, pues, al lector, que recuerde hoy a Benjamin Franklin en sus oraciones, para que Dios haya perdonado con misericordia sus pecados, le haya mostrado la Verdad, que es su Hijo Jesucristo, y un día su cuerpo resucite para la vida eterna.

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