Se trata de una menor de edad. De una joven, una adolescente que como muchas en el Perú estaba condenada a vivir en el infierno. Su padrastro, un oficial de la policía en la provincia de Chubut en Argentina, abusaba sexualmente de ella desde que tenía 11 años. En 2010, cuando tenía 15 años, quedó embarazada. A los pocos meses de conocida la noticia decidió abortar. Acudió a un centro de salud público en busca de ayuda, ella quería interrumpir su embarazo y acabar con su dolor. Pensó que el Estado, esa organización cuya finalidad última es la defensa de los derechos de los seres humanos, le brindaría ayuda inmediata. Se equivocó, en el hospital público de Rivadavia se negaron a operarla, señalando que para ello era necesario contar con un permiso judicial. A pesar de esta negativa siguió adelante, y en marzo de ese año, en una primera instancia, consiguió la autorización requerida (nunca antes un papel se volvió tan importante para la vida de una joven de esa edad).
Hace una semana, dos años después de lo sucedido, la justicia argentina, específicamente la Corte Suprema de ese país, en un fallo que marca un hito histórico en el proceso de consolidación de los derechos y libertades de las mujeres, le ha vuelto a dar la razón. Para el Alto Tribunal, los casos de abortos realizados por mujeres que han sido violadas no son punibles, ni están supeditados a un trámite judicial para su realización. En otras palabras, ninguna mujer se verá obligada, como se pretendió en este caso, ni supeditará su libre decisión de interrumpir o no su embarazo, cuando este sea producto de una agresión sexual, a pedir la autorización y el visto bueno de un juez o una corte para practicarse el aborto. Nunca más en la República Argentina, las mujeres de ese país, que han sufrido la ignominiosa experiencia de un atentado contra su integridad y libertad sexual, deberán solicitar el permiso de los órganos jurisdiccionales para llevar adelante una intervención médica de este tipo.
Para la Corte Suprema de Argentina, y así se desprende del fallo, tanto su Constitución como los tratados de derechos humanos, exigían una interpretación a favor de los derechos de la mujer y la asunción de una posición frente al tema que grafique el compromiso del Estado Argentino con la defensa de la autodeterminación sexual de las mujeres, sobre todo de las más vulnerables, como ocurrió en este caso. Para los jueces de este órgano de justicia, la normativa vigente en su país no solo no prohíbe la realización de este tipo de abortos, sino incluso, impide que esta práctica sea perseguida y sancionada penalmente, mandato que siendo evidente (basta revisar la legislación argentina vigente para advertir ello) era desconocido cínicamente por los operadores de justicia y por el personal médico del sector público argentino.
Debemos recordar que en Argentina, como en otros países de la región como el Perú, el aborto es un delito castigado penalmente, que sanciona con pena privativa de libertad al médico que lo practica siempre que no se trate de supuestos en los cuales corra peligro la vida o la salud de la madre (aborto terapéutico). Pero además, en la legislación Argentina, a través de una disposición que data de 1921, se señala al respecto que también está exento de castigo el aborto que se realiza "si el embarazo proviene de una violación o de un atentado contra el pudor cometido sobre una mujer idiota o demente" (en nuestro país, este tipo de aborto, conocido por la doctrina como "aborto sentimental o ético", sigue penalizado, prueba evidente de nuestro cuartomundismo).
En ese sentido, este fallo es histórico, tal como lo afirman las organizaciones de derechos humanos y movimientos femeninos en Argentina, pues durante mucho tiempo, los jueces de este país interpretaron que este tipo de aborto no era punible "solo en aquellos casos en los cuales quien lo solicitase fuera una mujer idiota o demente (discapacitada, para usar un término mucho más acorde a nuestros tiempos) y siempre que se contara con una autorización judicial". Esta había sido la práctica común entre jueces y profesionales de la salud, que con el ánimo de salvar todo tipo de responsabilidad ulterior, obligaban a la mujer embarazada (con la pérdida de tiempo que ello supone y con el peligro que para su salud supone el paso de los días y semanas pensando en un futuro aborto) a acudir a los tribunales en búsqueda de esta autorización que exhibida ante los médicos le permitiese exigir válidamente la interrupción de su embarazo.
Dicha práctica, amparada en una interpretación que no tenía ningún asidero lógico y que en la práctica resultaba siendo absolutamente discriminatoria -cuál era la diferencia objetiva entre una mujer incapacitada y una que no lo es, al momento de decidir si se continúa o no con un embarazo no deseado, si en ambos casos se trataba de mujeres víctimas de una violación- terminaba por criminalizar a aquellas mujeres que sumidas en un profundo malestar y sufrimiento, veían cómo sus derechos a la vida, la integridad, la libertad y la dignidad misma, eran amenazados y vulnerados de la manera más irracional.
Es decir, además del sufrimiento que un acto tan reprochable como la violación sexual genera en la mente y el alma de una mujer, estas debían enfrentar un proceso penal, y con él, la exposición pública y la sanción y censura social, por el "incomprensible deseo" de no traer al mundo a un hijo que era producto de la violencia, de la agresión, del atropello, de la maldad de un padre, padrastro, tío, hermano, o simplemente de un extraño que desconociendo los más elementales principios de la ética y de la propia dignidad humana decidió apropiarse de su ser con el único fin de dar rienda suelta a sus más abominables instintos. Con lo cual, y a pesar de su condición de víctima primaria de tan grave delito, esta mujer ahora debía enfrentarse a un aparato estatal que buscaba perseguirla y sancionarla por este "crimen".Nada más absurdo, nada más descabellado, nada más inhumano.
Esta era la terrible situación que la Corte Suprema Argentina ha corregido en esta oportunidad a partir de la emisión de este histórico fallo que marcará, sin lugar a dudas, un antes y un después en el proceso de consolidación democrática y de protección de los derechos sexuales y reproductivos de la mujer en nuestro continente. Esta es, por donde se mire, una decisión que nuestros tribunales o, mejor aún, nuestro Parlamento debería imitar, votando la Ley que despenalice formalmente este tipo de abortos, en supuestos en los cuales la mujer tiene "todo el derecho de interrumpir un embarazo no deseado cuando este es producto de una violación".
¿Por qué obligar a la mujer violentada a seguir adelante con un embarazo no deseado? ¿Por qué imponerle a la mujer violentada una carga tan pesada que puede marcar de modo negativo toda su existencia? ¿Por qué el Estado debería decidir por ella, restringiéndole su libertad a elegir, cuando es un derecho conquistado por todas las mujeres el que puedan decidir libremente con quién y en qué momento de sus vidas traen a un niño a este mundo?
Las respuestas a estas interrogantes no existen, las razones que esgrimen quienes justifican esa posición son insuficientes, y así lo ha entendido la justicia argentina. Peor aún, esta postura conservadora y autoritaria, obligaba a las mujeres de ese país a practicarse ese mismo aborto -que "cándidamente se presume prohibido"- de manera clandestina poniendo en grave riesgo su vida, su salud, su integridad.
Sobre este último punto, debemos recordar, que según Human Rights Watch, una de las instituciones de derechos humanos más importantes del mundo, en América Latina la tasa de abortos al año aumenta a pesar de las prohibiciones legales. En Argentina, por ejemplo, el número de abortos es el doble que en el resto de América, registrando cada año entre cuatrocientos mil y seiscientos mil interrupciones de embarazo voluntarias, y la tasa de víctimas fatales producto de abortos practicados, sin la asistencia profesional adecuada y en condiciones de higiene y salubridad precarias (abortos clandestinos) aumenta año tras año.
Sirvan entonces estas cifras, y este tipo de pronunciamientos de la justicia, para abrir en la región, y sobre todo en nuestro país, un debate mucho más serio sobre este asunto. Un debate que contemple la posibilidad de despenalizar, con algunas restricciones desde luego, algunos tipos de aborto, o regular, mediante la emisión de protocolos médicos, los tipos de aborto ya despenalizados.
Las mujeres y los hombres libres de este continente, de este país, exigimos una postura mucho más firme de los gobiernos y un compromiso mucho más claro del Estado con la defensa de los derechos humanos, la misma que se refleje en la adopción de políticas públicas de salud que sean producto de un debate amplio y libre sobre el aborto, y en el que se permita la participación de todos los sectores, y no solamente la de aquellos grupos de pensamiento ultramontano que basan su posición en textos sagrados escritos hace más de dos mil años, y que gracias a su poder económico e influencia política entorpecen con su oscurantismo y conservadurismo cualquier esfuerzo por dar a conocer estas posiciones libertarias y progresistas a toda la ciudadanía, informando a las personas, sobre todo a las mujeres de los sectores más pobres, acerca de sus derechos y libertades sexuales y reproductivas que la Constitución y los tratados sobre derechos humanos les reconocen.