Algo extraordinario está ocurriendo en el Perú. Más allá del notable crecimiento de su economía, de la estabilidad de su vida política y del evidente –aunque aún limitado– avance social, Perú está modificando la penosa concepción que por mucho tiempo ha tenido de sí mismo y de su lugar en el planeta. Perú, en pocas palabras, está cambiando su mentalidad, eso que antiguamente se llamaba “las costumbres”.
“Las costumbres las ha hecho el tiempo, con tanta paciencia y lentitud como las montañas”, escribió Benito Pérez Galdós. Si hay un país que lo confirma es el montañoso y hierático Perú. En 1979, cuando lo visité por primera vez, percibí la facilidad con que los peruanos hacían mofa de sí mismos (“El inca nuevo es el inca-paz”) y vívidamente narraban sus atávicas desdichas: la nostalgia del Edén incaico subvertido por la Conquista, el retraso de la región andina frente a la costa, la postración y pobreza de sus mayorías indígenas, la omnipresencia (en el idioma, en el trato social, en las disputas políticas) de terribles enconos étnicos, y hasta la maldición geográfica de estar lejos de Europa, de Estados Unidos, de los verdaderos centros de poder y desarrollo. No sé si la melodía que escuché de un flautista indígena (un dorado atardecer, en una calle de Cusco) era la más triste del mundo. A mí me lo pareció.
Mi siguiente visita fue en 1990. A pesar de haber desplazado a los regímenes militares, el país había caído en el precipicio del populismo que arruinó su economía y en el horror de la guerrilla “Sendero Luminoso”. Acudía yo invitado por Fredemo, la organización que apoyaba la candidatura presidencial de Mario Vargas Llosa. Una reciente novela suya abría con la frase “No hay límites para el deterioro”, y el panorama que encontré lo confirmaba: un ejército de niños pordioseros invadía las zonas comerciales de Lima, los militares patrullaban las calles en espera del siguiente acto de sabotaje, los secuestros y asesinatos se habían vuelto noticia diaria, los cambistas agitaban sus fajos de “intis” devaluados. El Banco Central había agotado las reservas, la inflación llegaba al 2,600% y en 1989 el Producto Interno Bruto había disminuido 15%.
Frente a ese drama, Vargas Llosa proponía lo que denominó “El gran cambio”, un programa de liberalización que acotaba el papel económico (no social) del Estado, transfiriendo la iniciativa a la sociedad y los individuos mediante el combate a los monopolios, la apertura de las fronteras y el aliento a la libre competencia. La miseria no era una condición fatal, el Perú podía optar por superarla. “Es el país que vendrá”, dijo, al cerrar su campaña. Para fortuna de la literatura universal, el escritor perdió las elecciones, pero su proyecto económico (adoptado en alguna medida por la violenta y corrupta dictadura de Alberto Fujimori) modificó la cultura económica del Perú hasta traducirse, en el siglo XXI, en un cambio de mentalidad y de costumbres.
Desde entonces, los buenos augurios parecen obra de la cosmología inca: un presidente indígena graduado en Stanford (Alejandro Toledo) cuya improbable biografía representó, en sí misma, un principio de reconciliación entre los pasados peruanos; un presidente populista (Alan García) que entiende y repudia sus errores pasados, y en una segunda oportunidad tomó la ruta de la modernidad económica; un militar golpista (el actual presidente Ollanta Humala) que pasó de concebirse como un “redentor” inspirado en Chávez a un líder que considera “obsoletas las divisiones de izquierda y derecha”, que defiende ante todo el Estado de Derecho, y sigue la pauta de Lula y Rousseff. Por si fuera poco, el Perú brilla internacionalmente por su cocina, por su cultura (el tenor Juan Diego Flórez, el pintor Fernando de Szyszlo) y, desde luego, por el Premio Nobel de Literatura concedido a Vargas Llosa en 2010.
Pero el cambio no es astrológico: es real. La globalización ha transformado la geografía económica del Perú. “Somos una China en miniatura” -me dice mi amigo Alfredo Barnechea, apuntando a la impresionante migración de la montaña a varias ciudades de la costa. “Somos ‘un país fusión’ -agrega- cuya forma social no es ya una pirámide sino el rombo, por la emergencia de las clases medias”. La tracción principal de este fenómeno no es sólo la demanda china (15% de la exportación total) sino el manejo responsable de la macroeconomía y –después de Chile– el clima de negocios más hospitalario de la región. En las gráficas del Fondo Monetario Internacional sobre crecimiento del PIB y en el índice de The Economist sobre salud fiscal y monetaria, resalta la similitud relativa del Perú con Singapur, Corea del Sur y China. Los números son sorprendentes: con una inflación de 3.4%, baja deuda y altas reservas internacionales, Perú crece al 7% anual, ha triplicado en diez años su producto per cápita (está cerca de los 6,000 dólares), quintuplicado la inversión externa y más que sextuplicado sus exportaciones (61% de ellas son metales). El empleo ha aumentado 37% en las principales ciudades, a la par de una impresionante expansión del consumo y la construcción.
Además del crimen organizado y el narcotráfico que amenazan a toda la zona, los rezagos en infraestructura, vivienda, servicios básicos, educación y competitividad siguen siendo inmensos. Para enfrentarlos existen programas focalizados de apoyo social. Según el Ministerio de Economía y Finanzas, en diez años la pobreza total se ha reducido del 53% al 31%, pero sigue siendo del 54% en áreas rurales, donde un tercio de los niños sufre desnutrición. De consolidarse el modelo, las perspectivas para 2020 son halagadoras: duplicar el PIB per cápita y reducir a 15% la pobreza.
En el Valle Sagrado corren las aguas limpísimas del río Vilcanota. Limpísimas son también las calles y los muros de los pueblos: Pisac, Yucay, Urubamba. Hace unos días visité la zona. Mientras las tejedoras milenarias hacían ponchos de exportación, un par de niñas ataviadas con impecable uniforme azul caminaban abrazadas a la escuela. Hasta la música se ha alegrado con la tecnología moderna. Hace seis siglos, ingenieros incas cincelaron las montañas con terrazas agrícolas, observatorios y templos. Hoy el inca nuevo hace otros prodigios, mueve otras montañas.