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Martes 03 de abril 2012

Que todos sean uno

Por: Grover Pango Vildoso.
Que todos sean uno
Foto: Medios

El símbolo de la Pasión de Cristo y su amor por la humanidad invita también a pensar, aunque fuera desde una excusable superficialidad, sobre los encuentros tan diversos del hombre con su Creador.

Pareciera que el hombre buscó a Dios como una necesidad consustancial a su existencia y seguramente angustiado por su orfandad. Y quizás también porque, como la muy reciente “neuroteología” empieza a indagar, podríamos estar frente al hallazgo de un gen que genere la espiritualidad; dicho de otro respetuoso modo: podrían existir en el organismo humano áreas neurológicas propicias al alojamiento de la fe.

Sin embargo, el asunto de esta columna no va por el lado de estas atrevidas aventuras científicas, sino por la necesidad humana –muy mayoritaria al parecer- de contar con un Dios, en el que se cree sincera y firmemente, al que se le declara verdadero (frente a la amenaza de cualquier otro que vendría a ser falso) y se cumple con sus mandatos, normalmente regulados en su cumplimiento por una estructura de creencias, institucional o no, denominada religión, o algo similar. Así, por un mandato superior o por un imperativo interno, la humanidad necesitó de la religión para hacer más cercana y organizada esa relación con lo divino. Aunque claro que hay un buen sector al que estos temas le importan menos.

Seguramente ayuda la definición del sociólogo Gerhard Enmanuel Lenski cuando señala que una religión es “un sistema compartido de creencias y prácticas asociadas, que se articulan en torno a la naturaleza de las fuerzas que configuran el destino de los seres humanos”.

Ya sea en la dimensión personal del “dharma” de los hinduistas y budistas, -con poblaciones gigantescas como las de la India y China-  o el Dios universal de las religiones abrahámicas (islamismo, cristianismo y judaísmo), -que reúne a una mayor diversidad de pueblos en la totalidad de los continentes-  todos en la necesidad de creer, perfeccionarse y trascender, le da a la humanidad un común denominador que nos autoriza a suponer que, ojalá más temprano que tarde, las religiones puedan sentarse a pensar cómo hacer mejor el mundo que nos ha tocado vivir, en el que su propia existencia, sus equivocaciones y sus conflictos no superados, son la mejor prueba de lo difícil que es la convivencia humana.

Por esto -y en Semana Santa-  pensaba en la importancia que tienen tanto el ecumenismo como los diálogos interreligiosos. El primero porque hace bien a la cristiandad saberse una en su esencia, aunque persistan sus separaciones “por cuestiones de doctrina, de historia, de tradición o de práctica”. Porque hay una inmensa riqueza espiritual en los esfuerzos de Juan XXII con Vaticano II que buscaba a los “hermanos separados”; por la visita del Arzobispo de Canterbury al Papa Juan XXII en 1960 como la primera reunión entre un jefe de la iglesia anglicana y el Papa; por el gesto de Pablo VI al encontrarse con el Patriarca Atenágoras en Jerusalén en 1964;  o por la Encíclica “Ut unum sint” (Que todos sean uno) que Juan Pablo II emitió en 1995.

Tan importante como algún día saber que el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, que Pablo VI creara en 1964 para establecer contactos con las religiones no cristianas, sea una realidad vigente.

Así podrá ser verdad aquello de: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros”.

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