Las guerras siempre vinieron acompañadas de una estrategia política y comunicacional del poder agresor, desde las cruzadas católicas en la época medieval dirigidas por el Vaticano en las cuales se invadió al denominado Medio Oriente para supuestamente recuperar “Tierra Santa” y castigar a los “infieles” musulmanes; hasta la invasión y conquista por parte de las monarquías ibéricas (España y Portugal) de los territorios de la actual América Latina para civilizar a los pueblos indígenas caracterizados como “barbaros” e incorporar a la fe cristiana a los “infieles” paganos mencionados. Ideas estructuradas por los intelectuales orgánicos tradicionales para legitimar la violencia y el dominio de los sectores dominantes históricamente (castas, estamentos o clases).
En la actualidad, en la época de la guerra de cuarta generación y de las operaciones psicológicas, en correspondencia con el desarrollo de los instrumentos ideológicos de difusión masiva (radio, televisión, cine e internet) y por la intervención activa o pasiva de las grandes mayorías sociales en la política, por ende en la orientación de los procesos históricos; se evidencia con mucho más facilidad la utilización de la propaganda de guerra. Empleada buscando aislar, deslegitimar y desmovilizar a las fuerzas políticas y militares del enemigo.
La referida situación se observa con mucha claridad en el marco del conflicto social, político, económico y militar que acontece en la hermana República de Colombia. Por ello, la oligarquía colombiana y su Estado han desplegado históricamente una movilización propagandística para aislar, deslegitimar y desmovilizar a las organizaciones que desarrollan la resistencia armada en Colombia. Luchando por una reforma agraria, una verdadera democracia, un país soberano y por una paz con justicia social.
En este sentido, la oligarquía colombiana y su instrumento político fundamental (el Estado), en correspondencia con su estrategia comunicacional de guerra catalogan a las organizaciones guerrilleras como: Narcoterroristas. Intentando convertirlos en el plano ideológicos en simples delincuentes, que perturban la “armonía social” del país, vaciándolos de contenido político y de clase. Lo hacen para esconder las verdaderas causas del alzamiento en armas: la concentración de la tierra en pocos propietarios, la violencia política, la pobreza, desigualdad y el entreguismo al imperialismo yankee.
Sin embargo, sin negar los posibles errores políticos y militares de las organizaciones que desarrollan la lucha armada en Colombia, debemos plantear que los terroristas y narcotraficantes son la oligarquía colombiana y aquellos que ejecutan la violencia estatal y paraestatal. Veamos algunos hechos históricos que demuestran la afirmación realizada, no todos por supuesto.
En la primera mitad de la década de los 80 del siglo XX, en los gobiernos de Belisario Betancourt y Virgilio Barco, se desarrolló un proceso de “paz” asumido con esperanza por las distintas fuerzas políticas y militares revolucionarias; por lo tanto, algunos de sus militantes y cuadros decidieron bajar de las montañas y salir de la selva para organizar conjuntamente con los dirigentes “legales” un instrumento político-electoral que aglutinará a la izquierda colombiana: La Unión Patriótica (UP). Pero, en Colombia la paz es una simple promesa para la oligarquía, no una necesidad y realidad concreta. Así, con sus aparatos represivos estatales y paraestatales ejecutaron un plan masivo de asesinatos de dirigentes de UP. Desde los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal (1987) y Bernardo Jaramillo Ossa (1990), pasando por 90 representantes en cargos públicos electos, terminando de constituirse en un genocidio con la masacre de 4000 mil dirigentes de base; suceso que acabo con los supuestos diálogos de paz [1]. Hecho que debemos conocerse y divulgar empleando posiblemente el documental “El Baile Rojo”.
Un poco más cerca, entre 1995 y 1997, mientras fungía como gobernador de Antioquía Álvaro Uribe Vélez estructura las denominadas “CONVIVIR”. Organizaciones paramilitares que sirvieron como precedente orgánico para la constitución de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), principal herramienta militar de la oligarquía colombiana para desarrollar las actividades que la policía y ejército no podía asumir directamente. El narcotráfico, el asesinato de dirigentes populares, el desplazamiento en masa de campesinos de sus tierras y el terrorismo (asesinatos, violaciones, torturas y desapariciones) en las zonas rurales que en oportunidades son base de apoyo de la insurgencia.
Asimismo, ya en el gobierno del líder de los paramilitares Álvaro Uribe Vélez, a través de la gestión del actual Presidente Juan Manuel Santos en el Ministerio de la Defensa colombiano, se desarrolló la política criminal y genocida denominada como “Falsos Positivos”. Mediante la cual se potenció la mercantilización del conflicto interno colombiano, estableciendo incentivos materiales para los militares que asesinaran (dieran de baja en el lenguaje nada humanista de los paramilitares) milicianos integrantes de la resistencia armada. Política que propicio el recrudecimiento de la guerra y la muerte de miles de jóvenes inocentes, que eran secuestrados y asesinados para ser disfrazados de guerrilleros y cobrar la recompensa. Producto de los falsos positivos en el año 2009 se encontraron varias fosas comunes con cadáveres de jóvenes disfrazados de guerrilleros. Entre ellas la ubicada en La Macarena en el departamento del Meta con la dolorosa cifra de 2 000 cuerpos [2].
En los últimos años, finalizando el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y en el desarrollo del mandato del criminal de Juan Manuel Santos, las principales organizaciones guerrilleras han liberadora sus prisioneros de guerra como gesto humanitario que pueda coadyuvar a la creación de las condiciones para un dialogo de paz. En cambio, la violencia de las clases dominantes mantiene alrededor de 7000 presos políticos entre detenidos por sus posiciones ideológicas y aquellos capturados en operaciones militares, al mismo tiempo que se asesina selectivamente empleando el magnicidio en la guerra mediante atentados a los principales Comandantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejercito del Pueblo (FARC-EP): Raúl Reyes, Iván Ríos, José Briceño Suarez y Alfonso Cano. Eliminando al interlocutor con el cual se puede entablar el diálogo, cerrándole la puerta a la paz y profundizando la guerra [3].
Mientras escribo el presente artículo la FARC-EP, sin esperar nada del enemigo, entrega los últimos prisioneros de guerra que tiene en su control. Además, según un comunicado de su Secretariado, decidió eliminar la retención de civiles con fines económicos, demostrando su afán de paz con justicia social [4]. No obstante, el gobierno guerrerista y pitiyakee de Juan Manuel Santos recibe los presentes gestos ejecutando operaciones militares en las cuales se asesinaron a 68 guerrilleros de las FARC-EP [5].
En realidad, la oligarquía colombiana y su gobierno actual no quieren la paz porque mientras para engañar al mundo aprueba la Ley de Victimas y Restitución de Tierra, estructuran el Ejercito Anti restauración de Tierras que asesina y amedrenta a los campesinos que intentan empleando la normativa jurídica recuperar sus tierras, que actualmente disfrutan los paramilitares y los terratenientes [6]. Por lo tanto, no podemos dejarnos engañar por la oligarquía colombiana y su Presidente Juan Manuel Santos, debemos siempre colocarnos al lado del pueblo hermano de Colombia denunciando los crímenes de las clases dominantes y del gobierno paramilitar. “No basta rezar para conseguir la paz”, decía nuestro Alí Primera; tampoco basta con desearla e inocentemente creer en los asesinos y criminales de siempre.