Qué bueno que Cristina Fernández de Kirchner se haya dado cuenta de lo obvio. La Argentina necesita cierto control sobre la explotación de sus hidrocarburos. Yo lo escribía –entre tantos otros– hace un año en mi libro Argentinismos:
“La Argentina es uno de los pocos países productores de petróleo que no tiene una compañía estatal hegemónica: sí las hay en México, Venezuela, Brasil –para citar tres países con gobiernos variados. Y en Chile, blasón del neoliberalismo, no hay petróleo, pero el cobre nunca dejó de pertenecer al Estado. Aquí, en cambio, el peronismo de los noventas vendió por dos guitas YPF –con gran beneficio para varios de sus jefes, entre ellos los doctores Carlos Menem y Néstor Kirchner–, y el peronismo de los dosmil no hizo nada para recuperarlo. Al contrario, extendió licencias de explotación y consolidó el sistema. Así que la actividad está en manos de empresas multinacionales que no sólo reparten miles de millones de dólares de utilidades entre accionistas extranjeros sino que, además, dedicaron todos estos años a llevarse todo lo que pueden sin invertir en prospección y búsqueda de nuevos yacimientos. Es su ventaja comparativa: lo más caro de la extracción petrolera no es sacarlo sino buscarlo; las multinacionales no precisan hacerlo, a menos que el Estado las obligue. El Estado argentino y peronista no lo hace, así que los muchachos petroleros sacarán mientras haya y, cuando se acabe, se irán con sus barriles a otra parte.
“Por eso entre 2003 y 2010 la producción de petróleo bajó un 18% y la de gas un 8%. Por eso en 2001 la Argentina exportaba el 1,02% del petróleo mundial y, en 2009, el 0,38%. Por eso en 2003 la Argentina importaba 550 millones de dólares de petróleo y derivados, e importó 4.450 millones el año pasado: casi nueve veces más. Por eso –por ese modelo– un país que siempre pudo abastecerse en petróleo y gas se está quedando sin recursos.”
En esos días, Cristina Fernández y los suyos sostenían en foros y discursos que YPF-Repsol funcionaba espléndido. Ahora cambiaron: su argumento de hoy dice que el Estado argentino debe recuperar algún control sobre sus combustibles porque las importaciones de combustibles se están comiendo el superávit comercial. Tanto que –dijo Fernández– “de proseguir esta política de vaciamiento, de no producción, de no exploración nos convertiríamos en un país inviable”.
Es cierto. Sería mucho más cierto si agregara que ella y su marido estuvieron entre los líderes más entusiastas de la desnacionalización, y que ella y su marido consiguieron gracias a la privatización 500 millones de dólares que nunca reaparecieron, y que ella y su marido fueron los que obligaron a Repsol a venderles a sus amigos Eskenazi una parte importante de la empresa con el dinero de la propia empresa, y que ella y su marido apoyaron y elogiaron con todo entusiasmo –hace solo meses– a esa empresa argentinizada, y que ella y su marido gobernaron durante estos nueve años de desnacionalización y desinversión.
Cristina Fernández dijo que no quería contestar agravios ni improperios: “Soy una jefa de Estado y no una patotera”, dijo, y era curioso que pensara que debía decirlo. Pero también se tomó el trabajo de aclarar que no tiene nada contra las empresas extranjeras si reinvierten en la Argentina –“nos tocó ayudar a la General Motors y a la Fiat”, dijo– y que este “no es un modelo de estatización; es un modelo de recuperación de la soberanía y el control”, pero que “seguimos conservando el modo de sociedad anónima y de empresa privada”. Business as -más o menos- usual.
Para justificar lo cual dio una lista de los países que tienen empresas petrolíferas nacionales. “No estamos inventando absolutamente nada”, dijo la presidenta, claro. Las empresas nacionales son legión: es cierto que esta ley de Fernández no haría mucho más que restablecer cierta lógica capitalista en una situación que el peronismo de los noventas, con gran ayuda de los señores Kirchner, había desquiciado.
El control del Estado sobre la exploración y explotación de hidrocarburos es necesaria, y probablemente el Congreso va a sancionar la ley que se presentó. El problema es el Estado que lo va a manejar: un Estado controlado por un gobierno incompetente que trabaja para su propio poder, que conspira para enriquecer a sus amigos, que cambia los jueces que no le gustan, que silencia las voces que no lo lisonjean, que mantiene a tantos en la pobreza y la desesperanza. Un gobierno, sobre todo, cuya política energética produjo la emergencia que, ahora, pretende remediar: otro clásico del gobierno opositor. Vamos todavía.
(Fuente: El País)