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Lunes 30 de abril 2012

Sócrates y la correción política

Por: Francisco Tudela.
Sócrates y la correción política
Foto: Referencial

Sócrates, el filósofo griego, predicaba que se podía conocer el bien de manera cierta. El conocimiento del bien era indispensable para forjar a los jóvenes y gobernar moralmente a la ciudad. Los enemigos de Sócrates, los sofistas, creían que todo era relativo y que, por consiguiente, el bien no existía. Ellos sostenían que todo era cuestión de conveniencia y convención. La prédica de Sócrates era peligrosa y Atenas finalmente lo procesó por “despreciar a los dioses” y “corromper la moral de los jóvenes”. Como estaba en minoría y era “políticamente incorrecto” para la democracia ateniense, fue condenado a muerte. Sócrates, sin jamás haber cometido crimen alguno contra el estado, obedeció ejemplarmente la injusta sentencia y se suicidó bebiendo la cicuta.

Este trágico evento, ocurrido hace dos mil cuatrocientos diez años, marcó definitivamente el curso de nuestra civilización, quedando establecido para todos los tiempos que la verdad, el conocimiento no contradictorio del bien, debía imponerse sobre el relativismo y la superstición. Pero esta enseñanza contradecía al pensamiento único, a la “ortodoxia” de la democracia ateniense. La verdad es que Atenas no soportó que Sócrates planteara una filosofía del bien universal que contradijera las creencias que sustentaban al estado democrático ateniense. No había disenso posible frente al pensamiento único de entonces.

Desde los tiempos de Sócrates hasta nuestros días, el gobierno de las sociedades humanas ha tenido diversas formas y doctrinas políticas. Repúblicas, monarquías, aristocracias, oligarquías, dictaduras y democracias, se han sucedido unas a otras a lo largo de la historia. En el siglo XVII, Bolingbroke y Locke plantearon la libertad del ciudadano frente al monarca. Según ellos, el ciudadano conserva derechos esenciales que le permiten expresarse libremente y ser propietario frente al gobernante, el cual está obligado a respetarlos. Esta era una reacción frente al absolutismo monárquico, una aberración política que se sustentaba en la afirmación de que los súbditos no tenían derechos frente al rey.

El liberalismo surgió de estas doctrinas, impugnando el pensamiento del absolutismo europeo. Su centro doctrinal era afirmar la libertad de pensamiento y de propiedad frente a las ideas de gobierno de las monarquías del siglo XVIII. Esta idea fue el motor de la revolución norteamericana de 1776 y de la revolución francesa de 1789. Los americanos sí establecieron las libertades reclamadas, pero los franceses se hundieron en una orgía de sangre y sinrazones, como fue la adoración de una prostituta, fungiendo de “Diosa Razón”, en el altar mayor de la Catedral de Notre Dame de París. Francia pasó del absolutismo monárquico al “pensamiento único” de los revolucionarios, que envió a la guillotina o al fondo del rio a miles de disidentes y cometió el primer genocidio deliberado de la Europa moderna, exterminando cruelmente a más de cien mil campesinos en la Vendée, que se habían sublevado contra los excesos de la revolución. Ellos no pensaban correctamente, según decían sus asesinos.

Con el paso de los años, la versión anglosajona de la democracia triunfó sobre las monarquías europeas, los fascismos y el comunismo totalitario. Este largo recorrido, iniciado en 1776, aún no termina, pues las dictaduras nacionalistas y socialistas árabes del Norte de África pasan hoy por revoluciones que dicen ser democráticas. Sin embargo, hay nubarrones en el futuro de este sistema político. En efecto, antiguos extremistas – con novísimas chaquetas democráticas -, han contrabandeado los criterios totalitarios del  marxismo dentro del pensamiento democrático.  Han fabricado una ortodoxia intolerante, lo “políticamente correcto”, así como una inquisición mediática que persigue por razón de pensamiento a quienes ellos señalan como “anti-democráticos”. Si encontraran a Sócrates redivivo, seguro que lo condenarían a muerte nuevamente.

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