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Martes 08 de mayo 2012

En el Día de la Madre

Por: Grover Pango Vildoso.
En el Día de la Madre
Foto: Medios

Como seguramente todos, en estos días he venido pensando de qué manera debo saludar en el Día de la Madre. En una columna pública como ésta, tal vez no se viera bien que me ocupe de mi propia madre, por mucho que la quiera y la recuerde. Afortunadamente hay “otras madres” de las que podemos ocuparnos.

Una dimensión de esa maternidad está en la tierra. Y no hablo del planeta –que también tiene su día celebratorio-  sino de aquella sencilla y prosaica que está bajo nuestros pies, que está mucho más cercana a nuestra existencia y que sabiamente, los viejos pueblos nuestros llamaron “pachamama”, la madre-tierra. Es ella la que, con las singularidades de su riqueza nutricia y su clima, nos brinda -por ejemplo-, los ingredientes de nuestra deliciosa comida.

Llena de orgullo lo que ha llegado a ser nuestra comida. No es sólo resultado de la habilidad de nuestros cocineros y las tradiciones múltiples de las cocinas de todo el país. Ese dechado de delicias y contrastes lo es, también, gracias a  los productos que se ofrecen en sus viandas. En todas sus formas, cereales, verduras, granos, hortalizas y frutas, y aún en los dulcemente llamados “frutos del mar”, ellos son hijos de la tierra. Literalmente, son el producto de sus entrañas.

Otra dimensión de esa gran “pachamama” es el pedazo de tierra en que nacimos. Transfiere a las personas un alimento distinto, inmaterial, proveniente de un extraño conjuro que entrelaza lo telúrico, lo antropológico y lo azaroso. Por esta versión de la maternidad, los pueblos son como son y se caracterizan por ello. Siendo así, no obstante el paso del tiempo y los cambios que las migraciones suelen imprimir, las colectividades humanas suelen asistir a la reafirmación de lo que es su esencia intransferible, los rasgos distintivos de su identidad.

La madre-tierra que yo conozco nos enseñó a amar a la patria sin condiciones. Nos preparó para trabajar y conseguir las metas y los bienes como la coronación de nuestro esfuerzo, no por regalo o apropiación. Nos enseñó que cuando se entrega algo u ofrece algo (la lealtad, por ejemplo), no se cobra por ello. Que cuando se ha hecho un ofrecimiento, se cumple. Que la vida tiene sentido cuando está sustentada en el honor, no en la prebenda ni en la promesa de un bienestar regalado. Que se debe ser humilde siempre, especialmente en la victoria. Que se puede ser pobre, pero jamás pedigüeño. Que los deberes se cumplen primero y por sobre todas las cosas. Que los derechos se demandan sin bravuconadas, aunque con claridad y firmeza.

Como complemento de nuestras responsabilidades, nos enseñó a amar el cielo y las montañas, los animales y el mar. Nos hizo disfrutar de la brisa vespertina, la apacible sombra de los árboles y del trino de las aves. Nos regaló frutos de sabores milenarios, de texturas diversas, de aromas embriagadores, de dulzuras inextinguibles y policromías alucinantes. Nos hizo querer y respetar el agua fecundante pero escasa. Nos entregó una ciudad pequeña y limpia que cuidar y embellecer.

Sólo me hace falta decir con los versos de Federico Barreto: “Amo a mi patria con idolatría / porque en su suelo pródigo he nacido / porque en ella he gozado y he sufrido / y porque  es madre de la madre mía.”

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