La Iglesia Católica es una institución jerárquica y vertical, y quienes la conocemos por dentro sabemos que su funcionamiento dista muchísimo de la prédica y la práctica de Jesús de Nazareth. Su historia, larga y compleja, tiene páginas oscuras y, sin duda, también momentos en los que los creyentes se han rebelado ante papas y obispos. Pero casi siempre los disidentes han terminado fuera o han optado por guardar obediente silencio.
La Iglesia Católica en el Perú no ha sido la excepción, y por ello, desde los años ochenta ha vivido un lento pero inexorable proceso de "vuelta al orden" que existía antes del Concilio Vaticano II y, por tanto, de todo lo que significó la experiencia de una iglesia comprometida basada en la teología de la liberación, aquel enorme esfuerzo del Padre Gustavo Gutiérrez por establecer un diáogo entre los evangelios y los procesos de transformación política y social de aquellos tiempos.
Así, en las últimas décadas, la Conferencia Episcopal Peruana, de la mano del Vaticano, fue dejando de lado las posiciones de avanzada y compromiso social, aunque siempre hubieron obispos como los del Sur Andino, congregaciones e, incluso, parroquias que se mantuvieron consecuentes con la opción preferencial por los pobres frente al impulso restaurador, conservador y ultramontano de órdenes como el Opus Dei y el Sodalicio de Vida Cristiana, que además contaban – y siguen contando- con las simpatías vaticanas.
Pero a los jerarcas de la Iglesia Católica no le bastó con sacar del camino a sacerdotes, religiosas y obispos incómodos que marchaban defendiendo los derechos humanos, mandar a callar a teólogos cuya fidelidad al evangelio ( y a la misma iglesia) está fuera de toda duda, sino que desde el nombramiento de Juan Luis Cipriani como Arzobispo de Lima en 1999 y Cardenal del Perú en el 2001 optó por recuperar y/o consolidar su influencia en la sociedad y en el Estado en campos como la educación y la salud.
En ese marco se da la batalla legal, política y eclesial por el control de la Universidad Católica, y por ello no debería ser motivo de sorpresa –aunque sí de justa indignación y rechazo- que Cipriani haya decidido suspender al padre Gastón Garatea de sus funciones sacerdotales en el ámbito de la arquidiócesis de Lima, por sus opiniones en torno al derecho de los y las parejas homosexuales a contraer la unión civil.
Así, Cipriani una vez más ejerce el poder que el Vaticano le ha dado, y lo hace con el dogmatismo e intolerancia que lo caracteriza en su cruzada por hacer que el Perú siga siendo una sociedad excluyente, discriminadora, vertical, jerárquica y antidemocrática, aunque finalmente lo único que logrará es, como ya ocurre en nuestro país, que los templos católicos estén cada vez más vacíos.
(Fuente: Bajo la Lupa)