La postura del cardenal Juan Luis Cipriani frente al sacerdote Gastón Garatea me hizo recordar las tediosas clases del secundario en las que se hablaba de la oposición entre lo sólido y lo gaseoso.
Quizá sea porque casi todo lo que dice o hace el cardenal asoma a mi conciencia como inasible, incomprensible y hasta perversamente pueril. Admito que puede ser que mi educación y mis convicciones anticlericales –no antirreligiosas– obren deformando mi percepción. No obstante, en este caso, la nueva víctima del cardenal del Opus Dei también es un cura a quien conozco relativamente poco, pero lo suficiente como para respetar la solidez de su praxis religiosa, la coherencia de su conducta, la permanencia de su compromiso con los pobres y la lucidez intelectual con la que lee y relata el mundo de monstruosos desequilibrios sociales y económicos en el que nos toca vivir.
Frente a este sólido –por donde se le mire– representante de una Iglesia que debiera sentirse orgullosa de él aparece, amonestándole –con el derecho que le da su cargo–, un hombre peligrosamente pequeño y a quien la escandalosa solidez de la realidad le provoca empacho. Más allá del motivo que origina este entuerto, creo que valdría la pena reflexionar sobre los peligros que comporta la sujeción a las jerarquías con los que la Iglesia obliga a su tropa, y que para los laicos, por momentos, resulta totalmente ajena al concepto de libertad de conciencia al que todo ser humano tiene derecho. Así como repensar sobre las raíces, las formas y las manifestaciones del fanatismo como escollo a nuestro desarrollo y plenitud humanas.
(Fuente: Bajo la Lupa)