Hace unas semanas, PromPerú planteó que Lima podría postular al título de “ciudad maravilla”… y recibió un rechazo visceral de muchos limeños, que sostenían que vivían en una ciudad fea, sucia, peligrosa e insegura.
Desde hace muchos años he disfrutado mostrando a visitantes y lugareños que Lima es una ciudad con muchos atractivos y ventajas. De ninguna manera es la ciudad más peligrosa o la más sucia del Perú, la más ruidosa o desordenada. Curiosamente, en ciudades con grandes problemas sociales, se aprecia un fuerte orgullo de los habitantes, que en cambio parece muy escaso entre los limeños.
Yo creo que varios factores explican la falta de afecto de los limeños hacia su ciudad. En primer lugar, en Lima viven muchos migrantes que han sufrido mucho rechazo por parte de los “limeños tradicionales”. Los prejuicios se mantienen incólumes. “Mi idea sobre los serranos es que mataron a los periodistas de Ucchuraccay”, me dijo hace dos semanas una señora de Breña. Días después, alguna persona me comentó que los provincianos ensuciaban Lima a propósito, “por venganza”. “Lima es una ciudad muy hostil”, me dice una abogada cusqueña. “Lima es para los limeños”, me decía una piurana que ahora vive en el extranjero.
Precisamente, el desafecto de muchos “limeños tradicionales” hacia su ciudad se debe a que sienten que la “han perdido”, debido a la llegada de los migrantes, que han “invadido” Lima, con toda la carga negativa de este término (usurpación, violencia, destrucción).
La intolerancia se refleja en una recurrente manipulación del pasado: la añoranza de Lima como una ciudad hermosa, limpia y feliz, habitada sólo por “gente decente” (es decir blanca) y elegante hasta que llegaron “ellos”.
En realidad, durante siglos en Lima han convivido descendientes de europeos con indígenas, negros y mestizos y luego con chinos y japoneses. En esa atmósfera tan diversa, surgió la música criolla, uno de los íconos de la “Lima tradicional”, y era rechazada por las clases altas, que se vanagloriaban de su cultura más europea.
Desde el inicio del siglo XX, las clases altas y medias fueron abandonando el Centro Histórico, paralelamente a la creciente migración andina. El saqueo del 5 de febrero de 1975 consolidó el rechazo de muchas personas hacia el centro. En los años ochenta, la falta de autoridad de los alcaldes Barrantes, Del Castillo y Belmont generó un deterioro que parecía irreversible. Lima se estaba convirtiendo además en una ciudad de ghettos étnicos, siendo las playas de Asia la última etapa de ese proceso.
Afortunadamente, la gestión de Alberto Andrade logró recuperar muchos lugares del Centro Histórico, enfrentando el comercio ambulatorio y promoviendo los espacios públicos como la Alameda Chabuca Granda y la Plaza Italia. Aunque a casi a ningún amigo le gusta que lo diga, también Luis Castañeda dejó como legado el Parque de la Muralla, el Parque de las Aguas, el Metropolitano y la recuperación de varios parques y casonas.
Debe recalcarse, además, que en los últimos quince años el desarrollo económico ha permitido que miles de personas se trasladen a los nuevos edificios de Miraflores, Jesús María o Surco, generando nuevos espacios de convivencia entre personas de diferentes orígenes.
Sin embargo, paralelamente, este mismo desarrollo inmobiliario está afectando la relación de muchos limeños con su ciudad, debido a la ruptura de la “geografía recordada”, esto es la pérdida de referentes fundamentales. Cuando desaparecen casonas y edificios con los cuales los ciudadanos se han ido identificando a través del tiempo se produce un quiebre en la memoria colectiva. Por eso el año pasado los vecinos de Lince rogaban que la Municipalidad no destruyera el Parque Bombero: querían preservar algo que representaba su propia identidad en un distrito donde por doquier se construyen nuevos edificios con los que ningún transeúnte siente una relación afectiva.
Quienes queremos a Lima y queremos que más limeños la quieran, tenemos grandes retos. El primero es promover que los limeños se reencuentren con la ciudad, de preferencia caminando por ella. Esto permitirá darse cuenta cuan ajenos a la realidad son muchos temores y prejuicios negativos. Además, para algunas personas, un paseo por Lima implica aceptar que los íconos de su “geografía recordada”, como la Plaza de Armas, la Plaza San Martín o el Jirón de la Unión son disfrutados por otros limeños, sin que esto genere un entorno sucio o peligroso.
Se trata también de luchar por referentes de la ciudad, promoviendo un pacto urbano para salvar casonas y también entornos urbanísticos, es decir cuadras o barrios, como Monserrate, Santa Beatriz, Barrios Altos o buena parte de Breña. Se trata a la vez de promover una mejor convivencia, luchando contra el racismo, el clasismo y el arribismo. Se trata de construir una ciudad donde todos podamos vivir mejor.
Parecen tareas muy grandes, pero, felizmente, quienes queremos a Lima ya nos hemos dado cuenta que somos muchos y la primera meta es superar el escepticismo sobre lo que podemos conseguir.
(Fuente: Bajo la Lupa)