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Miércoles 13 de junio 2012

Cachetadas contra el racismo

Por: Ricardo Vasquez Kunze.
Cachetadas contra el racismo
Foto: Referencial

No fueron precisamente los sentimientos más sublimes de la amistad y el amor que flotaban en el ambiente esta última quincena de febrero los que recibieron en su cara pelada los esposos Miriam Gómez y Michel Morales. Fueron eructos primero y, luego, las befas más odiosas y estúpidas que un hombre puede dirigirle a otro. Digo, aquellas que ponen en tela de juicio la dignidad humana por el hecho de ser diferentes, de tener la piel de un color distinto, la billetera vacía, el acento raro o, simplemente, por amar al género equivocado.

Ya de por sí grotesco como es el racismo, porque de eso estamos hablando en un país donde esa lacra tiene todos esos ingredientes juntos, doblemente truculento es que los insultos que tuvieron que soportar los esposos vinieran de la boca de aquellos que en el imaginario popular no representan otra cosa que la inocencia y el candor de los pantalones cortos. Sí, “niños”. Tenían entre trece y catorce años y su Educación –¡qué paradojas!— era de las mejores que los padres pueden pagarle a un hijo. El hecho es que o los padres fueron estafados o los hijos salieron jalados. Porque, a fin de cuentas, comportarse en un lugar público como un tropel y bestializarse hasta el punto de denigrar al prójimo dice muy poco de los niños o de su Educación.

Estaban en un cine y no dejaban en paz a nadie. Entonces les llamaron la atención y ahí empezó todo. Es que, pues, como hijos de dioses de la farándula –¡en lo que se han convertido los pobres dioses!-- no estaban acostumbrados al escrutinio de los simples mortales. En su patética ignorancia, solamente disculpada por la edad, la fama de los padres era patente de corso para atacar a la sociedad, soltar los insultos más hirientes y quedar impunes. Pero se llevaron la sorpresa de sus vidas. Porque los pusieron en su sitio, es decir, el de las sabandijas que eran. Un par de cachetadas de la señora hizo trastabillar al cabecilla que, sin embargo, volvió a cargar con sus invectivas racistas a la pareja. Entonces el esposo, como corresponde, le dio su merecido y lo sacó del cine a empellones. De más está decir que no solo los felicito sino que yo hubiera hecho exactamente lo mismo.

Por supuesto que ahí no quedó la cosa. Porque si los hijos amparaban seguramente su impunidad en la pretendida celebridad de los padres, los padres y muchos estúpidos que fungen como tales, amparan la impunidad de los hijos en su minoría de edad. Ese cuento ya me lo conozco y lo he vivido en carne propia. Es más, no tiene condición social. Porque, por alguna razón que desconozco y que mi inteligencia no logra penetrar, a medio mundo si no a todo se le ha metido en la cabeza que un niño no puede ser tocado y que levantarle la mano cuando las circunstancias de su malcriadez son extremas es peor que un pecado mortal. El cuento es que esto es un abuso y que la violencia no tiene lugar, excepto, claro, cuando la ejercen de palabra o de acción los pobres niños.

Pero yo les voy a contar un cuento diferente. Uno donde los hijos agradecían a sus padres el haberles dado las tundas de su vida: “Fue quien disciplinó nuestros arranques de testarudez y en ocasiones se mostró severa: su Arsenal incluía palizas y golpes con una percha, así como encierros en un armario. En una de esas expediciones permanecí en la oscuridad y me compadecí de mí mismo hasta que me percaté de que no estaba solo: Jean se encontraba a mi lado y cumplía su castigo por haber infringido alguna regla”.

Por supuesto que no todas eran tundas sino que había lo que hoy más que nunca no hacen los padres necios que se rasgan las vestiduras porque a su hijo malcriado le cae un par de cachetadas ajenas. “Nuestra madre también nos guió hacia el mundo del conocimiento y las ideas. Nos embarcó en recorridos educativos por museos y conciertos; […] fue la moderadora de nuestras conversaciones durante la cena, cuyos temas (una noche la geografía y, a la siguiente, los titulares de prensa) comunicaba por adelantado mediante tarjetas que escribía y clavaba en una pizarra situada cerca del comedor”.

“[…] Fue defensora acérrima de la gramática y del decoro al hablar. ¡Desventurados aquellos de nosotros que confundíamos las preposiciones! En una ocasión mamá me escribió: ‘He notado que en diversas expresiones empleas la palabra “culo”. No creo que debas emplearla. Estoy segura de que te das cuenta de que impresa no queda precisamente bien’. Yo ya había cumplido los cuarenta y era senador cuando hizo ese comentario. El escrito todavía está colgado en la pared de mi despacho en el Senado”.

La madre era Rose Kennedy y el que cuenta la historia su hijo Ted. Rose y Joe Kennedy fueron padres de un presidente de Estados Unidos, tres candidatos presidenciales de Estados Unidos, tres senadores de Estados Unidos, un representante de Estados Unidos, un fiscal general de Estados Unidos y dos héroes de guerra de Estados Unidos. Con todas sus luces y sombras fueron grandes hombres que moldearon una época para su patria y el mundo y fueron enemigos declarados del racismo que ayudaron a derribar.

Y si alguno de estos padres modernos que ni educan ni permiten que a sus hijos les levanten un dedo se creen mejor que los Kennedy es que el mundo está de cabeza y necesita enderezarse a cachetadas. Empecemos por cachetear al racismo. Es la única violencia que podemos permitirnos. Que no quede impune así chillen madres histéricas y lloriqueen chiquillos faltosos. En un mundo justo los primeros en disculparse y agradecerle las cachetadas a Miriam Gómez y Michel Morales deberían ser los padres del hijo desenfrenado. Luego vendría la latiguera en casa. Y, finalmente, si el hijo llega a convertirse en un hombre de bien no dudo de que terminará agradeciéndoselos a todos.

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