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Martes 26 de junio 2012

Rosalinda

Por: Ernesto de la Jara.
Rosalinda
Foto: Referencial

Durante unos treinta años he visto a la señora Rosalinda limpiar cubos de basura, jardines, baños y lunas. Su mandil, franela, escoba y recogedor eran las armas con las que salía a ganarle a la pobreza, en nombre de un futuro mejor para los suyos.

Sin perder nunca la sonrisa, se acercaba a las sombrillas de quienes estábamos alrededor de una impecable piscina celeste, para ver si había algo que recoger. La dignidad con la que cumplía su trabajo hacía que para muchos su presencia no pasara desapercibida. Con quienes tenía más confianza, entablaba breves y agradables diálogos.

A los chicos que ella había visto crecer los llamaba “mis hijos”, y a cada uno le ponía un cariñoso apodo, generalmente un nombre de ave. Su modesto trabajo le permitió cumplir con el sueño de muchos peruanos: varios de sus hijos llegaron a ser profesionales y se compró un terreno que primero cercó, para luego levantar y techar, habitación por habitación.

Pero la sonrisa de la señora Rosalinda se fue desdibujando. Y no era para menos. Se le fueron muriendo varios hijos. Si los padres no están hechos para enterrar a un hijo, mucho menos para sepultar a cuatro.

El tercero de ellos, Juan Mamani, según la señora Rosalinda, después de su muerte se había convertido en una lechuza que siempre estaba en la casa y se comunicaba con ella. Una vez me dijo que Juan quería ayudarme en el trabajo y que para ello debía poner su foto en un lugar visible. Le cumplí.

Rosalinda y Juan eran, por esa cosas raras de la vida, devotos de una virgen argentina, la de Luján. Hicieron una gruta cerca de su casa y muchos vecinos comenzaron a ir a rezarle, hasta que la fe en ella derivó en una importante peregrinación una vez al año.

Hace unos días murió una de sus hijas. Una joven de 28 años. Según la familia, ella fue al Hospital Hipólito Unanue para una operación de la que salió bien, pero adquirió una neumonía que la mató.

El infinito dolor vino acompañado de problemas relacionados con el vil metal. Secuestraron el cuerpo y pidieron de rescate cuatro mil quinientos soles. No solo no hubo ninguna explicación sino que había que pagarle a quienes la mataron.

Rosalinda, una mujer que había trabajado todos los días durante cuarenta años, no tenía esa cantidad, y menos para el cajón, el sepelio y el entierro. Y eso que acababa de obtener un dinerillo por vender unos animales que venía criando para complementar sus ingresos, pero justo acababa de gastar en los trámites para su jubilación. No le quedó otra que aceptar la poca ayuda que le ofrecieron.

La muerte de cada uno de sus cuatro hijos tiene una explicación médica. Pero en realidad se relacionan más con esa pobreza que se ha reducido un poco en las estadísticas pero que sigue siendo mortal para muchos.

Surge una enfermedad que, por falta de recursos, primero se intenta curar con yerbas, pócimas o rezos. Ante su agravamiento no queda más que ir a un hospital. Allí se encuentran con que no hay camas ni medicamentos, ni buen trato profesional y muchísimo menos, humano (obviamente, con las excepciones del caso).

Pude ver a la señora Rosalinda durante el velorio. Dijo que le contaron que la lechuza había estado revoloteando todo ese día, pero que ella no la pudo ver porque estaba trabajando. Me enseña la foto de su hija, diciéndome que ahora ella también se va a donde tiene enterrados a sus otros tres hijos. Al despedirse, me susurró que esta vez hasta la virgen de Luján le había fallado. Rosalinda ya no ha regresado a trabajar. Ya está su reemplazo. Solo algunos preguntan por ella. Trato de imaginar qué puede estar sintiendo y pienso en el verso de Hernández: “me duele hasta el aliento”.

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