Nuestro país no podrá mejorar las condiciones de vida de su población mientras no apunte a un mejor Índice de Desarrollo Humano (IDH). Según la ONU dicho indicador tiene tres componentes: nivel de educación, esperanza de vida, y PBI per cápita. El primero es el referente de la calidad y de la cobertura del sistema educativo a los niños y jóvenes. El segundo mide también la calidad y la cobertura de servicios fundamentales como nutrición y salud (física y mental) que recibe la población, y el tercero es el resultado de la situación de la economía expresada fundamentalmente en la tasa de crecimiento de un país.
Lo que ha sucedido tradicionalmente es que sólo se ha enfatizado el tercero de los componentes para diagnosticar la salud económica de un país. Las cifras en azul bastan para suponer que estamos en el mejor de los mundos. En el informe publicado en 2011 el IDH fluctuaba entre Noruega en el primer lugar, y la República Democrática del Congo en el puesto final (187°). Perú se ubica en el lugar 80°, lejos de Chile que encabeza a los países latinoamericanos en el lugar 44°, Argentina en el 45°, Uruguay en el 48° y Cuba en el 51°.
Si buscamos un denominador común en los países con un mejor IDH, desde Noruega hasta el mismo Chile, constatamos sus altos niveles de inversión en educación. Para tener una idea veamos algunas cifras. Mientras en el Perú se invierten unos quinientos dólares al año por alumno, Chile le dedica dos mil setecientos, y la UE gasta unos diez mil dólares en promedio. Los especialistas concuerdan que salir del subdesarrollo exige una inversión por encima de los US$2,000, y los resultados son claros, a mayor inversión educativa, mejor IDH.
No obstante, no se trata sólo de incrementar los niveles de inversión (EE.UU. invierte más que Finlandia y obtiene menos), sino de optar por un modelo que, por un lado mejore las condiciones de vida, y por otro lado apuntale el desarrollo socioeconómico. Eso implica mejorar la nutrición y la atención médica, por lo menos en el nivel inicial y en el primario. Este nivel debería tener, entre otros, dos objetivos fundamentales. Primero: inculcar en los alumnos la práctica de valores; y segundo, desarrollar sus habilidades de lectoescritura y de razonamiento matemático.
En el nivel secundario, especialmente en las instituciones educativas públicas, una reforma debe apuntar a logros concretos. En primer lugar las humanidades deben posibilitar en los jóvenes el conocimiento y reflexión sobre sí mismos, sobre su país, y sobre el mundo. En segundo lugar es fundamental el dominio de las herramientas de la ciencia y la tecnología. En tercer lugar los estudiantes deben aprender a generar su propia empresa. Lo que los países emergentes necesitan son jóvenes emprendedores y competentes. Sin embargo, un modelo educativo como el esbozado no compatibiliza con la oferta educativa de la mayor parte de centros superiores, cuyo divorcio con la realidad es notorio. Consecuentemente, estas casas de estudio precisan de su propia reforma.