Una parte de la población rechaza la actividad minera en el país porque contamina el medio ambiente. Cuando escucho a sus líderes me pregunto por qué rechazan la extracción de hierro, por ejemplo, y no rechazan la producción de acero. Rechazan la extracción de oro, plata, cobre, pero no la producción de joyas y cables eléctricos. Rechazan la extracción de combustibles fósiles pero demandan energía eléctrica. A todos nos preocupa el medio ambiente pero no por ello vamos a dejar de manejar automóviles y automatizar las fábricas, como tampoco vamos a dejar de respirar para no inhalar el dióxido de carbono en desmedro del medio ambiente. ¿Por qué no? Por la misma razón por la que no podemos rechazar la minería en particular ni la actividad industrial en general: los costos excederían a los beneficios. Ello sería ir contra el dinamismo económico de nuestra sociedad y nuestro bienestar material.
Económicamente, sin embargo, el problema no está en la contaminación absoluta, sino en encontrar el nivel óptimo de contaminación, ese nivel que genera un equilibrio entre el beneficio de reducir la contaminación y el costo económico de dejar de producir los bienes de cuyos procesos transformativos emana esta contaminación.
Lamentablemente, las entidades que el Estado ha creado para abordar este tipo de temas no contemplan los mecanismos efectivos para obtener y asegurar dicho equilibrio, ni el orden necesario para alinear los intereses en esta dirección. Es por ello que siempre he propuesto el mercado como medio para abordar este tema. Por ejemplo en vez de exigir que la mina procese sus desechos de una forma o que garantice niveles cualitativos del agua que ha de verter en los ríos, podríamos gravar su actividad económica con un impuesto a sus efluentes contaminantes. La probabilidad de que mediante este impuesto obtengamos dicho equilibrio es mucho mayor porque la mina tendría un incentivo económico para generar la menor cantidad de descargas contaminantes.
Esta opción tiene claras ventajas. Primero, la menor generación de efluentes se daría mediante la inversión mínima indispensable de tecnología afín y no necesariamente mediante la reducción de la actividad extractiva. Segundo, habría evidencia fáctica de los costos incurridos para reducir la contaminación. Si el impuesto generara una reducción de efluentes considerable, significa que la mina tendría poco que ganar con mantener el nivel de contaminación constante. Si el impuesto no llegara a generar una reducción de efluentes, tendríamos la figura opuesta. Pero en este caso el Gobierno tendría el impuesto para compensar a los perjudicados o para redimir el daño ambiental. Finalmente, este impuesto trasladaría los costos a los consumidores según la organización de los mercados relevantes. La diferencia entre un impuesto de este tipo y la regulación es que este impuesto mantendría la contaminación ambiental en los niveles dispuestos por la sociedad y la controlaría a menor costo (Con información del diario Expreso).