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Domingo 29 de julio 2012

La antorcha olímpica

Por: Ricardo Gil Otaiza.
La antorcha olímpica
Foto: Referencial

Comenzaron los Juegos Olímpicos de Londres 2012, y todo hace pensar que serán exitosos. La información emanada desde el Comité Olímpico Internacional, con Jacques Rogge a la cabeza, da cuenta de una organización perfecta, impecable, sólo matizada por los nubarrones que -de vez en cuando- obnubilan la mirada del mundo frente a la intolerancia, la xenofobia y la discriminación, que aún hoy, siglo XXI, continúan acechando a la mente de los humanos en países que se suponen avanzados y del primer mundo, y que han debido superar hace tiempo -y con creces- las medianías propias de lo atávico.

Siguiendo hace días por Internet la salida de la antorcha olímpica desde el Observatorio de Greenwich, al sur de Londres, hasta su llegada al Estadio Olímpico de Stratford, llegaron a mi mente múltiples imágenes, que si se quiere calaron muy hondo.

La adolescente nadadora Natasha Sinha, de apenas 15 años, fue la encargada por el comité para emprender su recorrido por la capital británica, y no pude contener una sensación punzante en el estómago al constatar en su rostro alegre y juvenil, con la mirada propia de quien asegura ser la dueña del mundo, la esperanza por una sociedad hermanada desde el deporte, unida por los hilos invisibles de múltiples disciplinas, que buscan hacer del hombre y de la mujer parte de la humanidad. Ni más ni menos la hominización del ser. Y todos sabemos que no será así.

Sin embargo, soñemos con un mundo mejor. No le demos cabida al escepticismo. Las olimpíadas nos permiten atisbar más allá de nuestras propias fronteras y elevar la mirada por encima de nuestra finitud, para saborear las mieles del triunfo desde el ángulo de la destreza física. El pebetero es tomado por unas manos que lo transportan hasta un punto determinado y desde allí otras manos dan continuidad a un proceso de perfecto relevo, así hasta llegar a la cima. Miles de relevistas se dan continuidad desde un isócrono paso del tiempo, hasta que el último de los destinos se hace receptáculo del esfuerzo de todos y corona la antorcha con la que se da oficialmente inicio a los juegos.

Corazones

Miles de corazones se concatenan en uno solo para fungir una unidad que sólo es posible desde la diversidad de cuerpos y de múltiples talentos deportivos. Muchos rostros y muchas esperanzas se convierten en una sola mirada, para la que sólo es posible alcanzar la meta y así cerrar con creces lo que se inició poco antes y que ahora busca con ansias la perfección. Pero es que esa antorcha olímpica no va sólo encendida en su pebetero, ni arde únicamente por los artificios propios de una tecnología que obra milagros ante nuestros ojos. No. Imposible de pensar desde la simplicidad. Esa llama simboliza sin lugar a dudas la fe en las inmensas potencialidades del ser humano, el ardor en cada uno de los corazones que se juegan su nacionalidad, su trayectoria, su talento y sus sueños en pos de una presea que significa la razón de vida.

La antorcha olímpica es sólo equiparable a la llama motivacional que hoy impulsa a los deportistas en Londres a marcar su destino, a dar lo mejor de sí en pos de un viejo y profundo anhelo de gloria.

Pero deberá también estar siempre encendida en el interior de cada uno de nosotros y, que no se apague nunca, que no baje en intensidad, que siempre nos impulse -a pesar de las adversidades y los desengaños- a continuar en el camino, en la perenne búsqueda de horizontes, sin desfallecer, sin colgar la toalla, sin perder esa fuerza interior que nos impele a seguir batallando. Aunque en los Juegos Olímpicos siempre veremos lágrimas de frustración en muchos rostros, así como espléndidas sonrisas frente al triunfo largamente acariciado, que de todo ese proceso complejo nos quede una enseñanza, una cuenta por sacar, un hálito de luz en esos túneles que a veces nos envuelven y parecieran encerrarnos para siempre en sus densas tinieblas.

"Algo" anhelado

La fábula de los juegos olímpicos es la fábula de la vida. Luchamos durante largo tiempo y nos preparamos para ese "algo" anhelado, latente, que dará completud a nuestra existencia y de pronto nos vemos inmersos en una lucha sin cuartel, damos braceadas a las olas, escalamos grandes cimas, llevamos con nosotros el pebetero encendido y al final del camino hallamos risa y llanto, dolor y plenitud, emoción y extravío.

Somos eternos participantes en las olimpíadas de la existencia y a cada instante nos topamos con nuestros fracasos o con nuestras medallas, y seguimos luchando codo a codo, palmo a palmo, uno frente al otro, hasta que comprendemos que triunfar no es necesariamente ganar. Y por desgracia nos enteramos un poco tarde, cuando débiles y sin fuerzas queremos emprender de nuevo el camino y ya no somos los de antes, ni están muchos de quienes nos acompañaron en ese largo recorrido con la antorcha en la mano.

Sueños

Oro, plata y bronce son los metales con los que se premia el denodado empeño olímpico. Así, en escala decreciente, suelen ser también las emociones encontradas de quienes se sienten acreedores, así como partes del sueño de muchos. Una medalla colgando en el pecho suele significar en estos grandes eventos el motor que impulsa el deseo, el orgullo que ilumina la mirada, la única recompensa frente al ciclópeo esfuerzo realizado, pero a veces se erige en piedra de toque de una voluntad y de una esperanza, que no hallan en lo alcanzado correspondencia alguna con la potente llama que flamea en su interior.

Y es aquí cuando necesitamos la fortaleza de un atleta para sobrellevar de manera heroica la inapelable ambivalencia del vivir. Luz y sombra, alegría y tristeza, triunfo y derrota son -aunque nos duelan- los resultados posibles de las justas olímpicas, y los claroscuros propios de la existencia. Muchos retornan del camino, vencidos y exánimes, como si hubiesen perdido de pronto la energía que los azuzaba a seguir adelante: y se pierden en el vacío y la nada.

Cautela...

Otros llegan pletóricos, rebosantes, llenos de preseas, dispuestos a conquistar el mundo y a llevarse todo a su paso. Y cabe la posibilidad de un tercer grupo de seres que miren con cautela tanto a unos como a los otros, que sopesen esto y aquello, que perciban desde un punto de necesario eclecticismo los pro y los contra de una y otra mirada, hasta llegar a la inevitable conclusión que las justas olímpicas son verdaderamente importantes siempre y cuando les permitan, tanto a los competidores como a sus seguidores, sopesar en su justa dimensión el valor del triunfo y la derrota, el saber portar en el pecho una medalla y el asumir con gallardía el llegar casa con las manos vacías.

Y no muy distinta será la consideración para la existencia humana; sus mieles y sus sinsabores.

Perderemos batallas y nos quedarán jirones de lo poseído, pero tengamos presente que siempre habrá una guerra pendiente y debemos estar preparados para asumir con hidalguía -no exenta de estoicismo- que la existencia continúa en su rítmico andar y nunca será demasiado tarde para llevar hasta la cima la antorcha encendida del olímpico juego de la vida. (El Universal)

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