Para que el nuevo Gabinete marche tiene que encontrar la justa combinación entre las características adjudicadas –con verdad o no– a los dos gabinetes anteriores: diálogo y aplicación de la ley.
El diálogo en fases tempranas del conflicto, como se propone –y ojalá logre– la nueva Oficina de Diálogo Nacional y Sostenibilidad, puede ahorrarle al país violencia posterior, sobre todo si se induce las tecnologías de Sierra Productiva y otros programas desde el inicio, tal como ha sido anunciado.
Pero sabemos que los radicales se alimentan de la confrontación de modo que, cuando las demandas desemboquen en medidas de fuerza que incluyan la comisión de delitos, el sistema legal y penal tiene que entrar a funcionar, incluso como condición para que pueda haber diálogo y desarrollo local.
Lo que está fallando en nuestro país es, precisamente, eso. Cuando hablamos de ausencia del Estado, debemos referirnos ante todo al Estado como sistema legal, como conjunto de reglas de juego comunes y coercitivas que hacen posible la convivencia civilizada.
En ese sentido, el nuestro es, todavía, un Estado incompleto, en formación, que no se ha implantado aún en partes importantes del territorio. Los casos extremos de ausencia de soberanía legal son las amplias regiones controladas por las mafias de la minería ilegal y del narcotráfico, donde gobierna la ley de la fuerza y del dinero.
Lo interesante es que el gobierno se ha propuesto, como no lo había hecho gobierno anterior alguno, derrotar a esas mafias para formalizar la actividad e implantar el Estado de derecho en esas zonas. Son batallas que demandan mucha voluntad política, valentía, recursos, organización y mucha inteligencia en todos los sentidos de la palabra.
Lo mismo debe hacer frente a los núcleos radicales que desbordan la ley. La protesta social debe sujetarse al ordenamiento legal. Debe civilizarse. Y para eso se requiere de una estrategia conjunta del Ejecutivo con el Ministerio Público y el Poder Judicial, que profundice e institucionalice la línea ya abierta con el traslado de los procesos a sedes externas al lugar de los hechos.
El flamante presidente del Consejo de Ministros, Juan Jiménez Mayor, tiene una ventaja competitiva para esa tarea: es abogado –sensible, por lo tanto, al imperativo del orden– y fue secretario de la Comisión Especial de la Reforma Integral de la Administración de Justicia (Ceriajus), que produjo el plan de reforma judicial más ambicioso que haya existido, aplicado solo muy parcialmente, pero que le da al primer ministro herramientas para reimpulsar, desde el Ejecutivo, la mencionada reforma, sobre todo en lo relacionado al papel de la judicatura en el orden público y la paz social.
Si conformara una comisión permanente interpoderes para ese fin, contaría, además, con la contribución de los ministros del Interior y Defensa, que son también juristas que entienden la necesidad de prevenir con la ley el uso de la fuerza.
Si el Estado es capaz de castigar a quienes bloquean carreteras o atacan la propiedad pública o privada, esos hechos dejarán de producirse y ya no será necesario enviar a la policía a jugar una última carta que suele ser también el último día de vida para algunos manifestantes.