La huella que dejó el recién fallecido astronauta Neil Armstrong, no es solo la famosa de su calzado espacial (y especial), en el suelo lunar, sino también, la que simboliza una época en la cual el ser humano aún se asombraba de “los pequeños pasos y grandes saltos para la humanidad”.
Hasta 1969, cuando Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins alunizaron, el astro más cercano a la Tierra era un mundo desconocido que inspiraba a escritores y científicos –ni hablar a los seductores que la ofrecían a sus cortejadas– que ya a partir del siglo 19 confiaban en que la humanidad lograría enviar un cohete hacia ésta.
Están las obras de Julio Verne o la película de Georges Méliès de 1902, Viaje a la Luna, entre otras ficciones que vislumbraron esa huella.
Desde la mitad del siglo 20 el espacio sideral y la Luna se convirtieron en asuntos muy terrenales por la competencia entre Estados Unidos y la ex Unión Soviética.
Quienes éramos niños el día que el hombre llegó a la Luna recordamos con mayor o menor nitidez, cómo los adultos se concentraban frente a los grandes aparatos de TV con emoción, comprendiendo que observaban una hazaña de la humanidad, algo que contarían a sus nietos, pero que hoy, sus descendientes –tan acostumbrados a los grandes avances tecnológicos y a la instantaneidad– no pueden comprender el privilegio que tuvo esa generación de presenciar ese hecho histórico.
La huella de Armstrong se encuentra en el llamado “Mar de la Tranquilidad”, y si bien eso debió haber inspirado la visión de nuestro planeta a ese astronauta y a sus compañeros, no debemos apreciarlo como sinónimo de parálisis ante lo asombroso, sino como el rincón desde el cual, contra la tentación de la indiferencia, podemos cultivar la curiosidad y la atención ante lo misterioso y el dolor de los demás (Con información del diario La República).