Desde hace mucho tiempo se manejaba la idea de que sería sano que las dos principales alas del PRD –llamémosle duros y moderados–, pudieran seguir sus convicciones, definir sus prioridades y aplicar sus estrategias de manera más libre y eficaz, sin estarse metiendo zancadillas mutuamente. Muchos en el PRD deseaban esta amistosa separación para dejar de estorbarse y ser más congruentes con sus respectivas convicciones. Suena bien, al menos como jugada de pizarrón. Pero muchos otros lamentan la decisión, pues temen –con razón– que el electorado que en principio podría llevarlos a conquistar el gobierno nacional – casi ocurrió en 2006 – se fragmente o diluya, debilitando a la izquierda en general. En sentido estricto, esta separación es un retroceso respecto del esfuerzo unificador que inició en 1979, a partir de la Reforma Política de José López Portillo, cuando diversas organizaciones y partidos de izquierda emprendieron una larga marcha hacia su integración, lo que culminó en 1989 al surgir el PRD (con el registro del Partido Mexicano Socialista). Alcanzar el gobierno nacional, una fantasía en ese entonces, se volvía una posibilidad real (otra cosa es que justo las divisiones dentro del PRD y la necedad de sus caudillos y sus errores de campaña hayan postergado esa oportunidad una y otra vez). El nuevo partido resultó un conglomerado difícil de armonizar; convivían ahí comunistas, exguerrilleros, trostkystas, miembros emanados de partidos paraestatales y nacionalistas revolucionarios del PRI. Un coctel no precisamente democrático. El juego electoral ha sido considerado como un medio estratégico más que por una firme convicción. De ahí la semilealtad a ese juego, sus reglas y resultados. Mayoritariamente, la vista sigue estando en el ideal revolucionario (como utopía comunista o como añoranza cardenista). En ese sentido, el PRD es un partido que nació viejo, y sigue atorado en el siglo XX (y algunos de sus miembros, incluso en el XIX).
Con la separación se inicia el proceso inverso; de nuevo la fragmentación, que bien podría alejar en lugar de acercar la aspiración de alcanzar el poder nacional. Desde luego, seguir como hasta ahora tampoco llevaba a ningún lado; la mutua descalificación entre ambas corrientes y los jaloneos en cada decisión importante no arrojaba saldos positivos, ni política, ni mediática ni electoralmente. De traidores y colaboracionistas, por un lado, o de irresponsables y extremistas, por otro, no se bajan mutuamente. La separación en principio obligará a cuadros, líderes y militantes a decantarse en una u otra corriente. Lo cual teóricamente es sano. Pero las cosas se pueden complicar, en particular para el PRD. Lo del Partido Frente a la uruguaya se ve francamente complicado. Y si bien es posible suponer la formación de coaliciones electorales en procesos estatales e intermedios, la prueba de fuego será la candidatura presidencial, pues cada corriente (dura o negociadora) querrá ir con su candidato, ya sin ceder el lugar a la otra parte (otra imposición de candidato como la de 2011, a la que Ebrard decidió ceder por elemental pragmatismo, no parece viable).
Peor aún, Andrés Manuel López Obrador logrará instaurar en su partido una férrea disciplina, una homogeneidad sorprendente (legitimada en asambleas a mano alzada), y le será fácil designar dirigentes y candidatos sin el estruendo de siempre. El suyo no será, como muchos acusan, un partido familiar, sino claramente personal; un solo caudillo, una sola tendencia y una sola línea programática y estratégica. Sin embargo, todo indica que muchos de quienes en principio debieran emigrar hacia el partido obradorista se quedarán en el PRD (por la razón que sea), entorpeciendo la renovación y modernización de ese partido. No cederán al “colaboracionismo” con el régimen ni al reconocimiento del nuevo “usurpador”, ni las negociaciones con los “partidos de la mafia”. Disputarán al viejo estilo cargos, dirigencias y candidaturas. Trabajarán, en otras palabras, para el obradorismo pero desde el PRD. Es decir, la esquizofrenia no existirá en Morena, pero no terminará en el PRD. Lo que bien puede traducirse en que el sol azteca vaya menguando. Probablemente el propósito real de la decisión de López Obrador es constituir a Morena partido como el nuevo eje articulador de la izquierda. Y no sería nada raro que el caudillo-profeta lo consiga. No es precisamente bueno para ganar elecciones constitucionales, pero sí para imponer su voluntad en la izquierda. Peor para ella… y mejor para el PRI.
Nota publicada en periodicocorreo.com.mx