En el imaginario del venezolano los referentes más antiguos de su memoria colectiva están anclados en las fechas patrias, con el 19 de abril de 1810 como inicio de una historia oficial que ha sido recreada hasta la saciedad a través de un lenguaje grotescamente tamizado por los oráculos de martirios y sacrificios de hombres que ofrecieron sus vidas para darnos independencia y libertad.
No del todo errada esta afirmación. Sin embargo, resulta curioso cómo el centro de esa historia viene siempre cubierta y enlazada con la impronta Simón Bolívar. No parece existir, ni antes ni después, nada más importante que ese nombre y esa figura.
No estamos negando los aportes que este venezolano egregio y solidario dio a la causa libertaria nacional y continental. Pero existen momentos en la historia de los pueblos, donde es preciso pensar en el pasado más remoto para poder situarnos en el presente y construir nuestro futuro con cierto margen de originalidad y aventura.
Antes, en la historia oral de nuestra cultura existió un padre fundador. Amaliwaká le llamaron. Dio a los hombres de esta tierra progreso y bienestar. El nacimiento de una estirpe y un linaje de hombres y mujeres quienes iniciaron la historia mítico-simbólica de nuestra cultura. Esa memoria quedó plasmada en las rocas altas. Allá, por el sitio de la Encaramada, donde el Orinoco es ancho mar y la selva todavía esconde misterios. Humboldt encontró las siluetas de una escritura que hablaba de antiguos descendientes.
Trascendencia y vigencia para nuestra cultura también la aportó el imperio español con el representante de Dios en la Tierra. Rey, amo y señor de un imperio donde nunca declinaba el sol. Esa larga historia de nuestra etapa medieval se vivió en lo que llamamos descubrimiento, conquista y colonización de cuanto espacio era avistado por hombres aventureros que se apoderaron de un supuesto Nuevo Mundo. Hoy sabemos que esa memoria cultural, esencialmente oral, tiene una historia, una huella de más de 12.500 años.
Tres siglos marcaron la memoria colonial donde fueron apareciendo otros nombres: Bartolomé De Las Casas, Pedro de Aguado, Pedro Simón, Juan de Castellanos, Oviedo y Baños, Antonio Navarrete, entre otros, que configuraron un pensamiento que permitió comprender ese tiempo y ese espacio llamado, ya no Tierra de Gracia sino Venezuela, quizá derivada de Venezziola o Veneciula (Venezuela= Agua grande).
En modo alguno la historia, y menos la historia cultural venezolana, comienza y termina con Simón Bolívar. Ya han existido, y probablemente existirán, otros hombres con otros aportes. Trascendentales para su tiempo.
Seguir funcionando la sociedad venezolana, sus ciudadanos, con un solo y único nombre, es motivo para alarmarnos. La historia de las sociedades la construyen siempre, anónimos hombres y mujeres. Que haya existido un Simón Bolívar o un Sebastián Francisco de Miranda o un Páez, Sucre, Bello, Rodríguez, Bóves, Sor María Josefa de los Ángeles, Lino Gallardo. O en tiempos posteriores; Vargas, Villavicencio, Guzmán Blanco, Teresa de la Parra, Teresa Carreño, Gómez, Medina Angarita, y un largo etcétera, son nombres que representan la aspiración de una sociedad que deja en ellos cumplir sus anhelos, caprichos o sueños. Habrá que meter en esta lista a este presidente, llamado Hugo Chávez. Nos guste o no, es y será parte de nuestra cultura, de nuestra sangre y nuestra carne.
Generalmente, cuando no se tiene una sólida consciencia cultural expresada en lenguaje reposado y reflexivo, se recurre a una retórica hueca donde la voz ciudadana, esa del respeto al Otro-diferente, se sustituye por voz de mando que impone por momentos, un discurso donde pareciera que no hay más ser trascendente que Dios, el rey y el héroe.
Ya es tiempo de entender que la humanidad y las sociedades son hechura del trabajo diario y constante de intrascendentes momentos. Tenemos que dejar tranquilos a los padres fundadores de nuestra cultura y nuestra historia y saber que ellos vivieron su tiempo y dieron su aporte. A veces trágico, a veces dantesco, a veces alegre. Todos andamos por la vida buscando nuestro propio rostro. Éste, el de este tiempo. Este momento único e irrepetible que nos pertenece.