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Viernes 21 de septiembre 2012

Para Walter Navarro, médico de quemados

Por: Eduardo González Viaña.
Para Walter Navarro, médico de quemados
Foto: Referencial

Ayer al mediodía, cerca al Hospital del Niño de Lima, en una clínica de San Borja y en no recuerdo qué calle de Miraflores, se me ocurrió preguntar a varias personas:

-¿Sabe usted cómo llegar a la calle Rosa Guerzoni?

Nadie me pudo dar una respuesta, por supuesto. Por supuesto, porque esa calle no existe, pero debería existir, y me apenó porque nadie me dijo que conocía el nombre, pero no la calle. Todas las áreas de la vida y la cultura y la vida de un país tienen héroes, pero no se suele recordar el nombre de las heroínas, y yo quiero evocar el nombre y las manos de una heroína de la medicina peruana, Rosa Guerzoni.

De paso en el Perú, un amigo me habló de ella y de su historia, pero ninguna otra persona tenía sino muy vagas referencias de esta contemporánea suya que, de vivir en estos días, estaría cumpliendo sesenta años.

Me lo contó un testigo y protagonista de la historia, Ricardo Noriega Salaverry, con quien me une una fraternal amistad. En los años 80, Ricardo inició y dirigió el Movimiento Shriner del Perú, una filial de la organización filantrópica más grande del mundo, cuya finalidad es la de rescatar a las personas, especialmente a niños, que han sufrido quemaduras, o que presentan defectos físicos. De más está decir que los servicios de los Shriners son enteramente gratuitos.

Durante años, el movimiento ha estado enviando cientos de pacientes en estado de emergencia desde el Perú hasta los hospitales de los Estados Unidos donde tiene su centro la organización, pero un día, a Noriega Salaverry se le ocurrió que también se podía enviar galenos nacionales a especializarse allí y se comunicó con el doctor Augusto Bazán Altuna, entonces Jefe del Servicio de Quemados del Hospital del Niño.

-Gracias por la invitación -respondió el Dr. Bazán- pero yo soy ya muy viejo. Le recomiendo más bien a quien fue mi mejor alumna en San Fernando, Rosa Guerzoni Chambergo.

Allí comienza la historia de Rosa. Especializada en el Galveston Hospital de Dallas, Texas, volvió inmediatamente a su patria, e inició una actividad infatigable y sin fin. En los hospitales, en las postas de los pueblos más apartados, una emergencia de incendio la convocaba de inmediato, y su arribo era aguardado como la llegada de un ángel cuyas manos harían el prodigio de salvar la vida, restaurar la salud y devolver la alegría a centenares de niños en peligro de muerte.

En el Perú, como en muchos países del área, este tipo de emergencias se presentan con más frecuencia en los hogares más pobres y menesterosos. Cuando ambos padres salen a trabajar, los niños de pocos años intentan manipular una cocina a gas o querosene, y un accidente cualquiera alcanza el techo o las paredes de material inflamable; entonces, la desgracia y la muerte entran a la casa.

Si hubiera querido hacerse rica, Rosa podía haber hecho un ligero cambio de rumbo. En los nosocomios del Estado, los facultativos “ganan” sueldos sumamente modestos. Para compensar su presupuesto, se ven obligados a dar servicio de consultorio privado en las horas posteriores a su trabajo hospitalario. Sin embargo, los que atienden a quemados no tienen esa posibilidad porque los pacientes son en su mayoría personas que no podrían pagar una consulta toda vez que su pobreza linda en la indigencia.

Con la pericia de sus manos que devolvían pieles y rostros, la doctora –nacida el 7 de julio de 1952- podría haberse pasado al campo de la cirugía plástica en el que la consulta privada da rendimientos económicos ostensiblemente mayores. Pero Rosita nunca pensó en eso, y siempre creyó que sus manos pertenecían a los pobres. Además, al tiempo que la realizaba, escribe a los periódicos y hace campaña por una ley de Donación de Organos que todavía no existía en su patria.

Y aquí viene la historia y la paradoja. El 19 de enero de 1997, justamente cuando se da esa ley, Rosita, que está atendiendo a sus pacientes en Pucallpa, apenas tiene tiempo para tomar sus alimentos en una improvisada tienda de campaña. Allí un niño manipula el bidón de gas y se produce un accidente. Rosa, una enfermera y el niño vuelan por los aires.

Un conjunto de médicos, dirigidos por David Herdon, médico jefe del Hospital Shriner de Dallas vuelan hacia el Perú en su auxilio, pero los procedimientos y técnicas médicas más sofisticados del mundo no pueden frente a la desgracia. La doctora dura nueve días, y tiempo después Noriega Salaverry me contará que, vestido con la escafandra de un astronauta para no contaminar, logra escuchar de ella las últimas palabras:

-Dr. Noriega. Solamente haga que me salven las manos. Todavía hay muchos niños a los que tengo que curar.

Es una historia bella y triste, pero no tiene desenlace. Me muero de ganas de saber que pasará cuando yo regrese al Perú de aquí a un año o dos. ¿Qué me responderán cuando pregunte: Dónde queda la calle, el parque o el hospital “Rosa Guerzoni”?

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