Billy Crisanto Seminario, autor de estas líneas
Cuando el Ministerio de Educación reduce el problema de la calidad de los aprendizajes al número de horas de clase que recibe el estudiante comete un error de partida. Éstas, cobrarían importancia si los demás factores que generan eficiencia se encontraran en un nivel óptimo. Nos referimos a alumnos bien nutridos, y con afecto y orientación de sus padres; docentes capacitados científica y didácticamente; equipamiento de talleres y laboratorios; material didáctico actualizado, un currículo acorde con la realidad, etc., etc. Si existiera la concurrencia de todos estos componentes, entonces cada hora que se trabaja sería sumamente valiosa.
No correspondiendo la realidad educativa a las características esbozadas, entonces la cantidad de horas que se dictan, o se dejan de “dictar”, no tienen un valor per se. Veamos. Tanto en el nivel secundario como en el superior, se programa un promedio de tres horas cronológicas a la semana. En medio de tanta carencia, el rol del docente se vuelve decisivo para remontar las adversidades. No es casualidad en ese sentido, que cada uno de nosotros hayamos sido positivamente marcados, de niños o de jóvenes, por lo menos, por un docente, y también por la asignatura que enseñaba.
En principio, (como en la viña), todos hemos tenido buenos docentes, quienes marcaron positivamente nuestra vida. Sin embargo, también nos tocaron profesores mal humorados y despectivos que llenaban la pizarra o dictaban páginas y páginas, y cuando nos evaluaban, exigían (a punta de gritos o golpes) que repitiéramos, con puntos y comas, todo lo del cuaderno. Sin embargo, mención aparte merece el profesor de inglés Roger Rosado (QEPD), a quien llamábamos (y él también nos llamaba) cariñosamente “vaguito”. Él casi nunca desarrollaba sus clases en el aula. Nos llevaba a cultivar los jardines del alma mater, y allí aprendíamos los verbos del idioma anglosajón, utilizando como ejemplos todo lo que veíamos en esa área del colegio donde nos sentíamos tan libres y felices en contacto con la naturaleza.
Siendo fecundo (literal y figurativamente) su método de enseñanza, nos inculcaba además, valores positivos mientras conversaba amenamente con nosotros. Él era padre soltero. Todos los días su pequeño hijo (que estaba aún en primaria) llegaba a verlo y juntos se iban a su casa. A veces el muchachito lloraba porque ya no quería ir a clases. Entonces su padre, con una combinación de firmeza y cariño, le daba ánimo para continuar. Nos contaba que los primeros años del niño habían sido los más difíciles, pues extrañaba a su mamá, quien los había abandonado para irse con otro esposo. Pero él no se había dejado derrotar por el desánimo y la tristeza, sino más bien había volcado su cariño hacia su vástago. Muchas historias más nos relataba el “vaguito”, y a través de todas ellas nos generaba la reflexión y la sensibilidad que nos hacía más humanos.
El ejemplo anterior demuestra que no es la cantidad de horas de clase lo decisivo, sino la calidad de éstas. Con el “vaguito” teníamos sólo noventa minutos a la semana. No obstante cuando pedía voluntarios para ir los sábados a continuar el trabajo en los jardines, la mayoría levantábamos la mano. En cambio cuando veíamos el ceño de pocos amigos del profesor de Ciencias Naturales, por nombrar uno al azar, y además la pizarra a tope, lo único que queríamos es que pronto termine la hora.
A manera de conclusión podemos decir, sin temor a exagerar, que en un mínimo del cincuenta por ciento de los casos, la cantidad de horas de clase puede llegar a ser perniciosa para el estudiante. Esto sucede cuando se trata de un profesor sin solvencia cognitiva y sin esa pasión por la docencia que hace de cada sesión de aprendizaje una experiencia que convierte al niño o al joven en mejor persona. Consecuentemente, el incremento del número de horas de clase, en el plano estructural, y la recuperación de horas - como consecuencia de la huelga -, en el coyuntural, no pasan de ser formalismos que exige la burocracia del sector educación. Si, además de las evaluaciones de razonamiento matemático y comprensión lectora, se obtuviera información sobre las actitudes positivas que los niños y jóvenes aprenden de sus docentes, entonces, posiblemente, cobraría importancia la cantidad de horas de clase que recibe un estudiante.