Tengo una amiga a quien muy pocas veces, (y eso porque no puedo decir nunca) le he escuchado decir groserías. Si bien en ocasiones he criticado con firmeza su tono de voz, demasiado dulce y sutil incluso en los momentos cuando está muy furiosa, lo que aprecio es su capacidad, aun en esta época, de hablar sin decir malas palabras. Según ella, manejando se transforma y, ante las impericias de los otros, es capaz de decir sus buenas palabrotas. Pero, salvo esa "merecida mentada de madre" que reciben los motorizados que se le atraviesan cuando está frente al volante, su vocabulario excluye las groserías de manera tajante.
El secreto para que su léxico sea así libre de ordinarieces _ estuvo, insiste, en su formación. Su mamá, tanto a ella como a sus hermanas, cuando todas aún eran unas niñitas (y de eso hace ya bastante), les enseñó y recalcó cómo debían comportarse; cómo debían hablar. Así, antes de salir a visitar a la familia, la señora Mercedes les preguntaba: "¿Cómo deben portarse las niñas?". Y ellas recitaban, cantadito: ¡Amables, finas, dulces y educadas! Y puedo dar fe de que la enseñanza caló de tal manera, que esos atributos destacan en su personalidad y manera de proceder. Pero sobre todo, en su forma de hablar. No respondo por sus hermanas.
Y es que cada vez es más frecuente que las señoras, las jóvenes señoras, las muchachas, las jovencitas, mis hijas, las amigas de mis hijas, hablen con el desparpajo y el vocabulario propio y exclusivo, otrora, de nosotros los hombres. Es más, si intentase en este artículo transcribir algunas de las conversaciones que sostienen las adolescentes, el periódico me pediría moderación en el lenguaje ¡y con toda razón! Me tocaría escribir el diálogo con caracteres especiales, de esos que parecen dibujitos, para que ustedes, mis amigos lectores, se hicieran una idea a lo que me estoy refiriendo.
"Las muchachas están hablando muy feo" eso le he escuchado decir varias veces, no sólo a mi mamá, sino a sus coetáneos, quienes aseguran que antes, expresarse de esa manera, les hubiera costado a las jovencitas una buena enjabonada. Y es que tal vez todos, sin distinción de géneros, estemos hablando así de mal. Pero, sin ánimos de ser o parecer machista, creo que en las mujeres se oye peor. He visto señoras bellas, elegantísimas, emperifolladas, maquilladas, entaconadas, como sacadas de una revista de modas que, cuando abren la boca, se les acaba el encanto. Incluso, no entiendo por qué ahora les ha dado por "cambiar" sus nombres. Escuchen a dos mujeres echándose los cuentos para que sepan a lo que me refiero: todas se llaman "mie%*^/&@s". Y los maridos (aunque el calificativo se aplique más a los exesposos) son siempre unos "g$%= ¿es de mie&=%$# que no sirven pa un co=)(/&%$".
Sin embargo, recuerdo claramente, a propósito de un programa que hice hace muchos años atrás sobre este tema, que mi amigo Javier Vidal aseguraba que las groserías no existen, porque la palabra no tiene moral. A su juicio, no hay ni buenas ni malas palabras porque la moral es una facultad sólo del hombre.
Otros respetados lingüistas y letrados, con un manejo impecable del lenguaje culto, reconocen que las groserías constituyen una válvula de escape para la tensión por la que pasamos porque, al decirlas, drenamos la rabia, la impotencia, el dolor; es decir, las malas palabras tienen, en esos momentos específicos de emociones intensas, una función catártica y liberadora. Y si no que lo diga el Presidente quien, luego de unas elecciones, tuvo que reconocer, con la ira aún reflejada en su rostro, que la oposición había obtenido una ¡"victoria de mie&%$##a!" adjetivo que, sin duda, utilizó no sólo para minimizar el triunfo de sus contendientes sino también para hacer catarsis.
Lo cierto del caso es que las palabrotas han pasado de la "terapia" para aliviar el enojo, a formar parte del habla común. Hemos vulgarizado con lenguaje soez la forma de comunicarnos, a pesar de lo extenso y rico que es el idioma español. Es verdad que las lenguas son entidades vivas que se transforman y evolucionan a lo largo del tiempo. Lo que ayer se decía como insulto, hoy pudiera ya no serlo. Pero, el asunto que me llama la atención e invito a reflexionar sobre él es que las muchachas cuando hablan, disparan una ráfaga de groserías, sin distingo ni respeto del lugar donde están, sin importarles frente a quiénes se encuentran. ¡A la par de los varones! a quienes también he escuchado decir, en su jerga particular: "esa chama habla como un pana"; es decir, sin reparo ni mezquindad en el uso de vulgaridades.
Así que de pronto nos sale lanzar una campaña institucional como las que se hacen contra el cigarrillo: ¡Este espacio está libre de groserías! Se me ocurre incluso poner como imagen a la mamá de mi amiga preguntando "¿Cómo deben hablar las jovencitas? ¡Amables, finas, dulces y educadas...".