Juan Luis Cipriani no para de vengarse de la PUCP.
Cada vez que escucho al cardenal Juan Luis Cipriani no puedo evitar remontarme, cuatro décadas atrás, al coliseo Amauta desde donde Panamericana transmitía, los jueves por la noche, el catchascán que entonces yo seguía con asombro.
Esa fue la misma sensación –de asombro– que tuve ayer cuando escuché a Cipriani anunciar, desde su programa radial sabatino ‘Monólogos de Fe’, que, en efecto, le ha prohibido a los sacerdotes del Departamento de Teología de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) que dicten los cursos de teología, que asesoren a alumnos o que ocupen cargos administrativos.
“La universidad no quiere aceptar la decisión del Vaticano pero sí quiere seguir enseñando teología, y sí quiere seguir llamándose católica y pontificia … no juguemos”, dijo.
La universidad le ha respondido al desatado arzobispo de Lima con un comunicado en el que califica su decisión de “injusta” e “infundada” y, además, le aclara que no existe norma estatutaria que lo autorice a nombrar profesores en ningún departamento académico de la PUCP.
Si es que Cipriani finalmente consiguiera tomar por asalto la PUCP, esfuerzo que lo tiene perturbado desde hace tiempo, seguramente haría lo que ahora pretende con la teología: que todos los profesores de esta universidad hasta hoy plural, tolerante y prestigiosa, sean sus monaguillos.
Cipriani ejerce la posición de cardenal con prepotencia, un estilo con el que, por ejemplo, llega a la chifladura impertinente de sermonear al presidente de la república cuando este va a la catedral a oír sus misas.
Lo ocurrido en el último Te Deum fue el colmo de la desubicación, lo cual explica la ausencia del presidente Humala en la misa de Navidad y que, probablemente, la ceremonia religiosa de las próximas fiestas patrias se reemplace por una cita ecuménica en un ambiente como, por ejemplo, Palacio de Gobierno.
Toda persona, incluyendo los curas, tienen derecho, por supuesto, a tener y a expresar una opinión política, pero lo que es inaceptable es que –como lo hace con desfachatez el cardenal Cipriani– se mezcle el púlpito religioso con la tribuna política.
Volviendo al Amauta de los setenta, uno de los luchadores más notorios era Augusto García Orellana, de estilo rudo y sucio que lo llevaba a la patada fuera de reglamento, a echarle limón a los ojos del rival, a reventarle la silla en la cabeza del contrincante, y que, premonitoriamente, era conocido como el ‘loco cardenal’ e ingresaba al coliseo de Chacra Ríos envuelto en una camisa de fuerza.
Cada vez que ahora oigo a Cipriani me es imposible dejar de recordar a ese rudo luchador de los setentas a quien yo seguía con asombro (Con información del diario La República).