Para poder garantizar la convivencia, y en su propio beneficio, los pueblos se dan leyes y normas. Estas son las guías que orientan y regulan la coexistencia, bajo un mismo espacio físico y social, de personas que tienen –por inevitable mandato de la naturaleza– intereses, visiones y pareceres distintos. La única forma posible de sociabilidad entre plurales, sean estos una familia, un grupo, o una sociedad, es el establecimiento de reglas de juego consensuadas y claras que permitan a sus miembros un marco preciso para planificar sus propias acciones, orientar su conducta y disponer de un piso sólido sobre el cual levantar sus esfuerzos, sus proyectos y su vida en común. No existe convivencia humana civilizada sin reglas de coexistencia. Lo contrario es el caos y la anarquía.
A propósito de las previsiones constitucionales venezolanas –que son nuestras supremas reglas de coexistencia social – sobre los inicios, duración, e instalación de los gobiernos, algunos voceros de la oligarquía gobernante han recurrido al insostenible argumento de que tales disposiciones son sólo "formalismos", que por tanto pueden ser burlados y desconocidos porque no resultan convenientes a sus particulares y privados intereses.
Más allá de la diatriba política coyuntural, el reduccionismo de la ley y su degeneración a formas maleables y acomodaticias en beneficio del hegemón de turno, sea éste quien sea, constituye un daño inconmensurable y perverso a la cultura política de un país. Y es un daño inmenso en dos formas igualmente nocivas: en primer lugar, porque el aprendizaje social que se comienza a imponer es que la ley –en el sentido de norma universal que regula la convivencia– no existe ni tiene valor, sino que sólo impera el arbitrio e interpretación de los poderosos. Es el oligarca del momento, sea este dueño de un poder económico, político o de uso provisional de la fuerza, quien impone su voluntad y su parecer. Es el regreso a la ley del más fuerte, origen último de toda violencia. Quien pasa así a regular las interacciones sociales no es la ley, sino la conveniencia del funcionario. Por tanto, las leyes pierden su valor de orientación y coordinación de la coexistencia nacional, y el pueblo termina convenciéndose y aceptando que, por encima de aquéllas, siempre el apetito autoritario tiene la última palabra y por tanto es a éste a quien se debe someter.
En segundo lugar, si los pueblos se acostumbran al criterio de que las normas que no convienen en un momento particular a un grupo de personas poderosas se pueden corromper y degradar a meros formalismos, que por tanto no es necesario ni reconocer ni acatar, se abre un indeseable y peligroso boquete en línea de flotación de la sociedad. Porque entonces, aplicando el mismo criterio, el pueblo puede peligrosamente asumir también como meros formalismos obedecer a una autoridad, pagar impuestos, acatar una orden judicial, aceptar un decreto del gobierno, cumplir con las fechas de vencimiento de obligaciones entre particulares o con el Estado, respetar los límites de la propiedad ajena o simplemente cumplir cualquier disposición legal que a algún grupo social le parezca inconveniente.
Si a alguien le parece exagerado este escenario, permítanme recordar, sólo a manera de ejemplo, que la delincuencia generalizada de la cual somos víctimas hoy los venezolanos, tiene entre sus raíces esta percepción de condicionalidad de las normas. De hecho, una de las causas estructurales de la violencia en Venezuela es la relativización de la ley, que la convierte en formalismos que pueden ser burlados dependiendo de la cercanía del delincuente a alguna fuente de poder, sea ésta política, económica, policial, judicial, de influencia o de cualquier otra índole, y que explica los altísimos niveles de impunidad que registran hasta las propias cifras oficiales.
La conveniencia circunstancial de nuestros poderosos de turno puede convertirse en criterio generalizable que legitime y estimule no sólo la anarquía, el caos y el envilecimiento social, sino la violencia y la imposición del más fuerte. Pareciera ser éste el último y desafortunado legado del chavecismo como forma particular de cultura política.